Escritos dos meses después, o dos años más tarde, o al pie de la cama donde yace la carne querida. Amparados en la piedad de las elipsis, o repletos de detalles drenados al recuerdo. Bajo la forma de diarios, de epístolas, de canciones de cuna con ardiente error de paralaje. Erizados de esquirlas de un incendio que no cesa. Hijos de un género al que nadie querría dedicarse. Libros. Libros que cuentan el fin (la muerte del padre, el tormento del hijo, la agonía tapizada de metotrexato) y que, para contar el fin, deben empezar por el principio. Y, para empezar por el principio, hay que recordar…