Extracto del medio de comunicación
Periodismo narrativo o el cuento de la realidad en español
Somos la gente, los asistentes a una feria, a la Feria del Libro de Madrid, la número setenta y cinco, en el Parque de El Retiro, un lunes seis de mayo por la tarde, con sol, con suficiente sol como para comprarnos un granizado de limón o un vermut o un tinto de verano. Quizás con demasiado sol para ver libros. Quizás no. Pero sí con bastante incertidumbre, con tremendos interrogantes para entrar al Pabellón de Actividades y escuchar lo que ellos tienen que decir acerca de hacia dónde va esto que llamamos periodismo narrativo, literario o de largo aliento.
Un moderador. Dos editores. Dos periodistas. Es Eva Serrano, editora de Círculo de Tiza, quien inicia el acto diciendo que la crónica se convirtió en un género potente después de la Segunda Guerra Mundial con publicaciones como A sangre fría de Truman Capote, aunque recuerda que –como afirma Martín Caparrós– en realidad comenzó con las Crónicas de Indias, esas descriptivas narraciones que intentaban ser los ojos del Viejo Continente en uno nuevo, incomprensible y desconocido.
Y pienso enseguida en este párrafo del Capítulo V de Relación de las cosas de Yucatán, de Fray Diego de Landa:
“Que el mantenimiento principal es el maíz, del cual hacen diversos manjares y bebidas, y aun bebido como lo beben, les sirve de comida y bebida, y que las indias echan el maíz a remojar en cal y agua una noche antes, y que a la mañana está blando y medio cocido y de esta manera se le quita el hollejo y pezón; y que lo muelen en piedras y que de lo medio molido dan a los trabajadores, caminantes y navegantes grandes pelotas y cargas y que dura algunos meses con sólo acedarse; y que de aquello toman una pella y deslíenla en un vaso de la cáscara de una fruta que cría un árbol con el cual les proveyó Dios de vasos; y que se beben aquella sustancia y se comen lo demás y que es sabroso y de gran mantenimiento; y que de lo más molido sacan leche y la cuajan al fuego y hacen como poleadas para las mañanas y que lo beben caliente; y que en lo que sobra de las mañanas echan agua para beber en el día porque no acostumbran beber agua sola”.
Eva continúa, regresando al presente para comentar que Europa ha estado “un tanto mortecina” en esto de hacer crónica, de narrar. Y remata explicando que la crónica “interpreta la realidad –siempre tan confusa– con técnicas atractivas y que, sin duda, se encuentra en un renacer”. Sus palabras sirven de inspiración a Álvaro Llorca, editor de Libros del K.O., para decir que en América Latina se ha creado todo un movimiento en torno al periodismo narrativo. Un movimiento que en España no existe porque a sus periodistas les cuesta trabajo hablar del país haciendo uso del género. “Se habla de lo que sucede fuera, no de España”, comenta.
Entonces, la editora de Círculo de Tiza, con la voz fuerte y rotunda, argumenta que los españoles de más edad son algo predecibles, poco curiosos, y que no intiman con la crónica que, en esencia, tiene mucho de asombro. Y, enseguida, pienso en el comienzo de Ayotzinapa, el nombre del horror, de la mexicana Rossana Reguillo, publicado en la revista Anfibia:
“De entre los innumerables carteles, pancartas, dibujos que los manifestantes de Occupy Wall Street han venido utilizando, hay uno que me sigue pareciendo especialmente relevante para entender la atmósfera de la época convulsa que atravesamos. La portaba un joven menor de 20 años, en la primera toma del puente de Brooklyn allá por los intensos días de octubre de 2011. A paso lento y sin mezclarse con otros manifestantes, el rostro de ese joven me impresionó para siempre, mitad tristeza enorme, mitad enojo sin límite, su pancarta decía: If you are not angry, you are not paying attention [si no estás enojado, es que no estás prestando atención]”.
Por su parte, Winston Manrique, periodista colombiano de El País, afirma que la crónica latinoamericana se nutre de la anglosajona, que ahora tiene mayor visibilidad y que es más descriptiva. Dice también que en España es muy interpretativa, editorializante. “Ninguna es mejor ni peor, son estilos distintos”, concluye.
Quien se encarga de poner las tildes a la charla es la periodista independiente Gabriela Wiener, peruana afincada en Madrid: “Cuando llegué, por allá del 2003, la gran apuesta de la crónica estuvo en crear sus propios espacios. Fue a partir de 2008 que surge mayor interés, hasta llegar a nuestros días cuando a veces se ocupa más tiempo en hablar de la crónica que en leerla. También es cierto que se ha vuelto muy de parque temático, como de invernadero, para un círculo selecto y sobre determinados temas. En Latinoamérica se ha vivido como una montaña rusa y en España es más de tipo antología. Lo indispensable es hacernos preguntas para ver por dónde caminamos. Y buscar textos vivos”.
Y, enseguida, pienso en este fragmento de Foto de un niño muerto en una playa turca, de Wiener, publicado en La República el 4 de septiembre de 2015:
“Los ojos repitiendo hasta la náusea. Los debates. La función periodística. La foto. Europa. El mar. El miedo al mar. El miedo al otro. El otro. La función periodística. El columnismo. El padre. El testimonio. Los políticos. Los yates. Las murallas. Las políticas occidentales. Las bombas. Las heridas. Los ternos. Las corbatas. El barco. Europa. El fantasma que recorre Europa. El rojo. El azul. El Fondo Monetario Internacional. Los zapatitos. La función periodística. Las sombrillas. El festival de Cannes. La oscuridad. Otra vez el miedo. El miedo siempre”.
De nuevo Winston toma el turno para decir que no hace falta etiquetarla –a la crónica–, que no hay coordenadas fijas, que los medios de comunicación deben estar –constantemente– removiendo los textos y que no se debe olvidar narrar la vida cotidiana.
Y, enseguida, pienso en lo que escribí hace unos meses:
“Mirar Lavapiés como un grupo de amigos: aplaudiendo, riendo, cantando eufóricos mientras uno de ellos toca la guitarra, una noche de sábado, en la calle Jesús y María. Mirar Lavapiés como una pareja de mexicanos que exclama: ‘En Lavapiés siempre hay cucarachas ¡Espérate al verano!’. Mirar Lavapiés como cierta cajera del Carrefour que dice: ‘En Lavapiés ves de todo’. Mirar Lavapiés como el propietario de una tienda de tabaco, añorando que en otro tiempo existiera un Molino Rojo, un Cine Lavapiés y que por las tardes –para refrescarse– los vecinos se acomodaran a la entrada de sus casas y tomaran agua de un botijo”.
Para Eva, cada frase que escucha es como un gatillo, un disparador que la lleva a compartir sus reflexiones, casi aforismos: “El periodismo narrativo es muy amplio. Lo que falta es oficio para atraer al lector. La inmediatez destruye el arte. Ya no existen los géneros puros”.
Y Winston la interrumpe para decir que lo bonito es el enriquecimiento de los géneros. Y Álvaro para decir que la crónica no es un género de moda.
Y Carolina Ethel Martínez, moderadora de la mesa, para preguntar a ambos editores qué buscan en un texto. Álvaro responde sencillo, sin adornos, asumiendo la parte que le corresponde: “Hay que sacar el máximo de jugo al tema, agotar todas las respuestas, trabajar muy a fondo. El periodismo narrativo no es un género superior, pero sí es el que mira desde todos los ángulos posibles y el que busca la belleza”.
Eva reanuda su intervención: “Hay que enamorarse de la voz de quien escribe. Se trata de enseñar a mirar de otra forma. Cuando sucede, es música. Claro, hay ciertos contextos que favorecen el relato”.
Y, enseguida, pienso en el finísimo esbozo que David Remnik hizo de Muhammad Ali en The New Yorker:
“Qué perdida para sufrirla, aun cuando por años supimos que vendría. Muhammad Ali, quien murió el viernes, en Phoenix, a la edad de setenta y cuatro, fue la figura americana más fantástica de su era, un personaje autoinventado de tal capacidad física, provocación política, fama global y espíritu auténtico, que ningún novelista que puedan nombrar se atrevería a concebir”.
Gabriela se refiere a su experiencia personal, explica que ella aborda entornos muy íntimos y se mueve en el periodismo gonzo, el que narra en primera persona. Dice, además, que no hay asuntos banales, que todo es conocimiento y que, incluso en la “crónica bonsái”, la pequeñita, la de pocos caracteres, se puede decir mucho y decirlo bien. “La crónica son individualidades, es muy personal, es de autor”, se apura a deducir.
Winston la secunda diciendo que el enfoque de la persona es lo importante, pero que, en definitiva, se debe escribir sobre algo que asombre y se ha de lograr transmitirlo para que el lector se convierta en un testigo que siente y escucha el hecho. Luego, Gabriela, siempre tan ella, no titubea al soltar un “¡No jodas!”, refiriéndose a las limitaciones de espacios en los diarios, que imponen redactar escritos de quinientos caracteres –o menos– como los que aparecen en la sección de Pulso, en El País Semanal. “Eso no aspira a contar el mundo”, puntualiza Eva. “Eso es casi una foto”, agrega Wiener.
Winston se concentra en otro asunto, en recalcar que los temas están ahí y son los mismos, lo significativo de cada historia es cómo se cuenta. Y finaliza afirmando que, en este sentido, en América Latina se arriesga más.
Gabriela termina recordando a los asistentes que ahora es posible narrar la vida a través de diversos medios y en distintos formatos, como Hernán Casciari, el escritor y periodista argentino que –confiesa en su blog– no tenía entre sus planes subirse a un escenario una o dos veces por semana, “como si fuese un actor o una cantante gorda de ópera” y, sin embargo, lo hace.
Álvaro indica que un cuarenta por ciento de quienes llegan a Libros del K.O. son escritores que publican por primera vez. Y que ahí, en esta editorial que tiene como objetivo “recuperar el libro como formato periodístico, ya sea en pergamino, en papel o en digital”, creen en las nuevas voces y en las historias contadas a otro ritmo, sin prisas.
Eva cierra el encuentro con una frase concluyente: “Hay pocas voces femeninas. Tampoco debemos dejar de lado que uno escribe libros para que se lean, no para que se publiquen”.
Y, enseguida, después de escuchar todo esto, me pregunto qué nos dejan estas diminutas piezas y qué mosaico se forma al juntarlas para definir ese periodismo que osa atestiguar la vida de otra forma, que se rehúsa a aburrir, que no quiere perecer en el intento, que busca lectores y les exige que hagan lo suyoporque sabe que eso tendrá su recompensa, para el que escribe y para el que lee. Y, enseguida, pienso en la columna de Leila Guerriero que aparece cada miércoles en El País, en la que, en este caso, nos invita –sencillamente– a persistir:
“Hay que amasar el pan todas las semanas, de todos los meses, de todos los años, sin pensar que habrá que amasar el pan todas las semanas de todos los meses de todos los años: hay que amasar el pan como si fuera la primera vez. Habrá que amasar el pan cuando ella se muera, hubo que amasar el pan cuando ella se murió, hay que amasar el pan antes de partir de viaje, y al regreso, y durante el viaje hay que pensar en amasar el pan: en amasar el pan cuando se vuelva a casa. Hay que amasar el pan con cansancio, por cansancio, contra el cansancio. Hay que amasar el pan sin humildad, con empeño, con odio, con desprecio, con ferocidad, con saña. Como si todo estuviera al fin por acabarse. Como si todo estuviera al fin por empezar. Hay que amasar el pan para vivir, porque se vive, para seguir viviendo. Escribir. Amasar el pan. No hay diferencia”.
Eso es. Reunir, mezclar, hacer masa. El pan como perfecta metáfora de la vida. O, si se prefiere, la vida como el pan: lograr que huela, que pese y que sepa. Y así mismo hay que contarla.