Extracto del medio de comunicación
Cuando uno menos lo espera…
La muerte te deja en bolas, sin atributos. Todas las capas de civilización se deshacen
Me siento animal». «Camino por la calle y no me veo humana. Estoy como en Matrix». A todos nos ha pasado. Bueno, no es cierto, no todos hemos tenido que ver a nuestro marido en el suelomientras le aplicaban unos desfibriladores para ver si lo reanimaban, si lo devolvían a la vida. Pero mal que bien habremos conocido esa sensación de animalidad, de desconexión con la realidad, de profundo dolor ante la ausencia.
Mi amiga ha visto hace unos días cara a cara a la muerte. Le ha visto el rostro y se le ha metido en el cuerpo esa bestialidad que es constatar que nada somos, que de pronto nos vamos; que súbitamente todo se acaba. Justo ese mismo día en el que mi amiga y su marido luchaban, por no morir, no ya por vivir, que eso malamente lo hacemos todos cada día, justo ese día el periodista Luis Regueroescribía en su Facebook: «Todo está yendo normal y cuando uno menos lo espera se va todo a la mierda». Rescataba esa frase de Joan Didiony yo simplemente pulsé me gusta.
Preparo la presentación de La crónica (Círculo de Tiza, 2015), el último libro de Martín Caparrós. Decido empezar a repasarlo por el final y leo «que la muerte siempre es de repente, se murió el maestro Tomás Eloy Martínez (…) Lo más brutal de la muerte de un mayor, un padre, un maestro, es que te descubren, te dejan descubierto» (612).
LA MUERTE siempre te deja en bolas, sin atributos. Todas nuestras capas de civilización se deshacen y esa presencia nos animaliza, como dice mi amiga, nos vuelve salvajes e insensibles a lo liviano, a las pequeñas miserias, al desconsuelo puntual. Por eso, ante el martirio, enseguida recurrimos al rito, al funeral, al entierro, al rezo. Lo que sea. Algo que nos calme, que nos recupere al orden. Que ordene el caos y nos permita olvidar la muerte.
Y sigo leyendo y me reencuentro también con la historia de un cordobés de Argentina, Víctor Hugo Saldaño, que espera en una cárcel texana que se cumpla su sentencia de muerte. Y a un cronista viajado y batallador que rebusca algo de sentido en ese hombre apresado con el que habla por un teléfono y a través de un cristal. «Otra vez la cercanía de la muerte: como si tenerla ahí le diera una sabiduría que yo querría aprovechar», comenta Caparrós de esta situación delirante: tener delante a un hombre muerto hablándole.
Y ordeno este texto y trato de intelectualizar este sentimiento angustioso. Articular este mínimo discurso me sirve de refugio. Con estas palabras creo conseguir espantar el miedo. Me devuelven la muerte que cuentan los libros; la muerte del otro que no soy yo, que no es mi pareja. Y me acurruco en las palabras, herida, como un animalito irascible e indefenso.