Barbería
Bajo a cortarme el pelo cerca de casa. A quitarme la barba. Cuando me enjabona el cuello me acuerdo siempre del cuento. Especialmente cuando la navaja sube y baja por la garganta y hace sus pausas por el territorio de la yugular. Una distracción y estoy perdido, pienso. Mientras la navaja hace su peregrinación por mi piel, me acuerdo de aquel relato en que el barbero sabe que está rasurando a un asesino al que andan buscando en el pueblo. Lo tiene entre sus manos y se le agolpan las tentaciones. Me pregunto si en esta barbería alguien habrá leído el cuento, algún cuento. Si la gente que viene a la barbería tiene tiempo de eso. Todos los meses estoy a punto de contarle al barbero lo del asesino. Pero solamente me habla de dinero. De lo mucho que trabaja. De que quiere tener un negocio propio. Me miraría extraño el muchacho que acaba de entrar si hablo de libros. También el padre del dueño de la barbería, que está siempre de baja, embelesado con un videoclip de reggaeton en El Cairo.
«Es cierto que el sueño es otra vida que hay que tener en cuenta. Desde que llegué a El Cairo, todas las historias de La mil y una noches me dan vueltas en la cabeza, y veo en sueños a los genios y gigantes encadenados por Salomón», escribe Gérard de Nerval en Egipto. Sueño de Dioses.
El muchacho que acaba de entrar me mira a través del espejo. Sube y baja la cabeza hacia al móvil y sonríe. Seguro que piensa en el poco pelo que tengo. En lo viejo que estoy. Como ando leyendo Una novela rusa, de Carrere, me cuesta poco imaginar. Inventar relatos. Hacer de la realidad pura ficción. Hacer de la ficción pura realidad. Qué lío esto de escribir ¿no? Imagino que el muchacho me conoce pero yo a él no. Y que habla con alguien en el móvil de mí. Alguna Sophie que podría ser de pronto mi pareja, como en Una novela rusa, una Sophie con la que queda algunas veces cuando yo viajo, cuando yo llamo a veces a mi Sophie desde Roma o París y de pronto no me coge, porque esta con él, con el muchacho que me conoce y sonríe, y no le hace falta escribir, ni leer cuentos, ni tener mucha experiencia para estar con ella.
«Me interesa el borde genérico, la frontera entre lo que, a grandes rasgos, se conoce por ficción y no ficción. La línea que separa los hechos de la ficción es más borrosa de lo que se suele admitir. Al escribir adulteras la verdad. No pretendes alcanzar la verdad literal», asegura David Shields en Hambre de realidad.
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