Extracto del medio de comunicación
El fútbol es una novela
Se escriben muy buenos libros de fútbol. El problema es dar con ellos. Los escritores juegan en campos de tierra a los que no llegan los ojeadores de los grandes clubes
Osvaldo Zubeldía, legendario entrenador de Estudiantes de La Plata, tomaba decisiones originales. Un día sus jugadores comieron pechugas y jugaron como si las hubieran tragado con todo y plumas. Zubeldía no atribuyó el bajo rendimiento a la táctica o la preparación física: el pollo daba mala suerte, y lo borró de la dieta.
El fútbol es una actividad incalculable donde la imaginación justifica resultados. No hay modo de explicarlo con objetividad. Los goles dependen del certero remate de cabeza o el toque para pegarle al balón “de tres dedos”, pero también de supersticiones, azares y leyendas. En otras palabras: las jugadas tienen vida privada y aun secreta.
Escribir de fútbol deriva de una curiosidad esencial: ¿cómo fue posible lo evidente? El gol fantasma de Wembley o el cabezazo de Zidane a Materazziprovocan horas de tertulia. Lo que en el limitado mundo de los hechos duró un instante, en la especulación compite con la eternidad.
Las pasiones piden ser contadas. No hay modo de guardar silencio ante la conquista del campeonato o una derrota de último minuto. Sin palabras, el juego pierde trascendencia. Pensemos en dos goles célebres que cayeron en el mismo partido. Maradona engañó al árbitro anotando con el puño. La picardía se convirtió en mito cuando la bautizó como “la mano de Dios”; posteriormente, convirtió el gol legítimo más brillante de la historia y el Negro Enrique, que le había cedido el balón en media cancha, le dijo durante el abrazo: “¡Te di un pase de gol!”. El fútbol necesita ser dicho.
Esto no implica que deba ser leído. Las masas que llenan las tribunas no se caracterizan por su curiosidad intelectual. Cuentan anécdotas, insultan, tienen corazonadas, confiesan temores y les ponen apodos a los jugadores sin pensar que participan en una operación narrativa.
A su manera, el fútbol es una novela. Tiene la extensión, la trama de conjunto, las peripecias incidentales, los predicamentos morales, las contradicciones de carácter y el populoso reparto de un Balzac que hubiese decidido situar su Comedia humana en la hierba. Tal vez por eso mismo no abundan las grandes novelas sobre el tema. Hay poco que inventarle a una liga que llega en capítulos. Ahí están, por supuesto, Fiebre en las gradas, de Nick Hornby; Especies protegidas, de Ferran Torrent; El regate, de Sergio Rodrigues, o Soñé que la nieve ardía, de Antonio Skármeta. Pero lo más importante de esos textos no es lo que ocurre en el estadio, sino en la vida que los circunda.
Acaso el fútbol se preste más para indagarle misterios a través del cuento, como han demostrado Gonzalo Suárez, Osvaldo Soriano, Eduardo Sacheri, Roberto Fontanarrosa y tantos otros.
Hasta ahora, la zona más fecunda para abordar el juego ha sido la crónica. El partido transcurre al compás de la narración de los rapsodas del micrófono, pero eso nunca es suficiente. Hay que volver a narrar lo sucedido. El lunes, los periódicos amanecen dichosamente abultados por noticias que todo el mundo conoce pero que emocionan tanto o más que el partido.
Durante décadas los reporteros de las canchas fueron como los fogoneros de los barcos. No se podía avanzar sin ellos, pero nadie les prestaba atención. Todavía en 1963 escribió Pier Paolo Pasolini: “El fútbol no ha tenido todavía el honor de captar la atención inteligente”. En ese texto se dirige a un hipotético articulista de L’Espresso: “Si hiciéramos el juego de la verdad, ¿no acabarías confesando que, cada domingo, te apuestas un café con tu barbero por el resultado del partido?”.
Galeano, Verdú y Montalbán fueron pioneros en indagar la mitología que determina los domingos de la especie
¿Es posible entender la vida en la Tierra sin analizar el entretenimiento mejor repartido en el planeta? Eduardo Galeano, Vicente Verdú y Manuel Vázquez Montalbán indagaron en forma precursora la mitología popular que determina los domingos de la especie.
Actualmente se escriben muchos y muy buenos libros de fútbol. El problema es dar con ellos. Quien desee conocer Una granada para River Plate, de Juan Pablo Meneses, donde los hinchas de la U. de Chile se juegan la vida en Argentina, deberá hacer un recorrido semejante para conseguir el libro.
La reflexión sobre el deporte ha ganado prestigio, pero los autores juegan en campos de tierra a los que no llegan los ojeadores de los grandes clubes. Menciono algunos títulos recientes, conseguidos por casualidades cercanas al milagro.
Javier Marías supo resumir la fascinación elemental del juego: estamos ante “la recuperación semanal de la infancia”. Cada partido remite al momento en que decidimos sufrir y gozar de un modo y no de otro. En Hijos del fútbol, Galder Reguera, que lleva tatuados los colores del Athletic de Bilbao, comparte los primeros pasos de su hijo Oihan para marcar un gol e integrarse a una entidad que lo trasciende, el equipo de su tierra. También Enric González recibió su devoción hacia el Espanyol por vía hereditaria. Su madre era del Barça, pero él no deseaba triunfos previsibles. En Una cuestión de fe cuenta el primer partido al que asistió en el campo de Sarrià. Un árbitro infame marcó un penalti contra los Pericos. Hubo protestas y se fue la luz: “Sobre el césped quedaron unas sombras tristes, difuminadas por el aguacero. Cuando se resolvió la avería de los focos, el Castellón marcó de penalti”. El partido terminó 0-1. Esa derrota injusta ante un rival de poca monta reveló a González algo más importante que el triunfo.
A veces el fútbol llega sin apoyo paterno. El chileno Francisco Mouat nació en 1962, cuando su país era sede del Mundial. El bebé parecía marcado por una determinación telúrica, pero su padre tenía una relación “fría, distante” con el fútbol. Si acaso iba al estadio, salía antes de que acabara el partido para evitar aglomeraciones. Esto dejó el campo libre al padrino, que en el bautizo decidió alejar al niño de las tentaciones del diablo y acercarlo a las del “ballet azul”. El resultado fue tan contundente que en Soy de la U. Mouat pide que sus cenizas vayan a dar al campo azul.
“El fútbol es la última representación sagrada de nuestra época”, escribió Pasolini. La liturgia no siempre es estupenda, pero nunca faltan supersticiones. En Cábalas del fútbol, Ricardo Gotta se ocupa de “las doctrinas ocultas de Dios”, es decir, las razones por las que Argentina no ha sido campeona desde 1986. Entrenar no basta: el triunfo también depende de un proceso mágico. En El partido (del siglo) Andrés Burgo dedica casi 300 páginas a la apasionante reconstrucción del Argentina-Inglaterra en el Mundial de México. Lo que esa selección hizo el 22 de junio de 1986 dependió de ritos minuciosos, como ir al estadio en el destartalado autobús que les había dado suerte, siempre escoltados por los motociclistas Jesús y Tobías; Bilardo saludaba con las mismas palabras y Maradona se sentaba en un lugar inamovible; no podían descender si no avistaban antes un helicóptero; ya en el estadio, sólo pisaban la cancha si veían una paloma picoteando el césped.
Marías supo resumir la fascinación inicial del juego: “La recuperación semanal de la infancia”
Bilardo era tan obsesivo que en una boda le pidió a la esposa de Ruggeri que bailara con su marido junto a Careca para comparar sus estaturas. En su mente, los detalles fácticos alternaban con los esotéricos. Un día antes del partido contra Inglaterra, Argentina no tenía camisetas ligeras para soportar el calor y tuvieron que fabricarlas de emergencia. La confección de un uniforme pirata en tiempo récord predispuso al equipo para el triunfo. Estaban tan unidos que compartían locuras: el día del partido, 10 de los 11 titulares desayunaron con coca-cola.
La gloria del Argentina 2-Inglaterra 1 contrasta con el oscuro Argentina 6-Perú 0, del Mundial de 1978, al que Gotta dedicó otro libro, Fuimos campeones, donde relata las circunstancias políticas que influyeron en esa goleada.
El fútbol ha sido agraviado por los poderosos, pero también ha protagonizado episodios de resistencia. En Cambio de juego. Historias desconocidas del fútbol chileno, Nicolás Vidal narra el momento en que el goleador Carlos Caszely, cuya madre había sido torturada por la dictadura, se negó a darle la mano a Augusto Pinochet.
Los libros sobre fútbol dependen de una certeza incontrovertible: los goles sólo existen si se gritan
Las entrañas del fútbol han dado lugar a piezas de indagación detectivesca como Prepárense para perder. Ahí, Diego Torres expone la paranoia del vestuario del Real Madrid ante las tácticas persecutorias de José Mourinho. Por su parte, Martí Perarnau recoge en Herr Pep el primer año de Guardiola en el Bayern de Múnich en asombrosa proximidad, digna de un utilero del equipo.
Hay grandes historias de trazo amplio, como la biografía de Martín Caparrós del equipo de sus amores en Boquita, y otras dependen de no haber sucedido: en Mundiales y destinos, el escritor peruano Jorge Cuba Luque cuenta el drama del más caballeroso de los jugadores, Bobby Moore, injustamente acusado de asaltar la joyería Fuego Verde en Bogotá.
En su libro sobre Lionel Messi, Leonardo Faccio se ocupa de los pliegues desconocidos del jugador más conocido, y en Corbatta. El wing, Alejandro Wall recrea la ascensión y caída de un genio ignorado que anotó un gol de museo en 1957 y se perdió en la borrasca del alcohol, un fantasma que estremece en la lectura sin que lo hayamos visto en la cancha.
Los libros sobre fútbol dependen de una certeza incontrovertible: los goles sólo existen si se gritan.