Me había olvidado
Me había olvidado del primo de mamá que se lanzó al vacío desde el torreón de la muralla y del otro primo, de la familia de papá, que el año pasado de buenas a primera desapareció. Nadie nos lo había dicho, porque ya no tenemos apenas relación, al menos la relación estable de cuando los abuelos vivían. Recuerdo lo extraño que me pareció ver su careto en la página de los desaparecidos, ese tipo de extrañeza que nace en alguna parte de uno mismo cuando la tragedia te ronda y tiene hambre de proximidad.
Me había olvidado de la noche que perdí el DNI en una de las colinas del pueblo y que la policía local me lo trajo a casa al día siguiente. Me había olvidado de la tarde que fui con los amigos en bicicleta a la montaña, por la carretera antigua, y a la vuelta bajé tan despacio que mi madre se preocupó y llamó a la policía, que estuvo buscándome bastante tiempo por las cunetas. Recuerdo que a P., un poco antes de estar juntos, la multaron una madrugada por hablar fuerte de camino a la discoteca, ella que tiene una voz muy baja, la voz del que te cuenta al oído un secreto.
«Cuando se evoca un recuerdo, a menudo el recuerdo nos engaña. ¿Cómo se explica, si no, que en cada taburete recalentado de un bar haya sentado un héroe, una estrella de su propia épica, que es la suma de sus asombrosas historias? Consciente o inconscientemente, manipulamos nuestros recuerdos para incluir u omitir ciertos aspectos. ¿Son nuestros recuerdos, por consiguiente, ficciones?», escribe David Shields en Hambre de realidad.
Me había olvidado que en el colegio había una piscina enterrada en arena. En el recreo jugábamos encima de ella a las canicas o bailábamos el trompo y que de la piscina solamente se notaban los bordes. Recuerdo que alguien contó que un alumno se había ahogado en ella y por eso la sellaron de tierra. A veces creo que la piscina podría ser el comienzo de un relato o de una novela, todo eso pensando que algún día de pronto solamente escribiera.
Me había olvidado de que en marzo de 2017 fui a París para asistir a una conferencia de Enrique Vila Matas en el College de France y que antes de entrar hablé con Paula de Parma. Los días anteriores había recorrido la ciudad siguiendo las coordenadas de París no se acaba nunca. Fui al 5 de la rue Saint-Benoit buscando la buhardilla que le alquiló Marguerite Duras; el 8 de la rue Amyot donde se mató Jeanne Hébuterne, amante de Modigliani; la rue Delambre, donde estaba el Dingo bar donde se conocieron Hemingway y Scott Fitzgerald. Recuerdo estar en la cola esperando para entrar a la conferencia y justo detrás había una pareja de argentinos tan jóvenes que daba envidia de la buena. Acababan de llegar de Londres y venían a conocer París con el Rayuela de Cortázar. Me dijeron que habían estado esa mañana en su tumba y no sé por qué se me vino a la cabeza que tumba en inglés se escribe grave, y que estar muy grave en español es como estar casi en la tumba.
«La vida le parecía cálida. Por primera vez no estaba sola. Volvió a Buenos Aires con la obligación de informar a Cortázar de todos sus movimientos. Se querían y cuidaban mutuamente. La relación era tan fuerte que se llegó a especular con que La Maga, la protagonista de Rayuela, era Pizarnik. Fuera cierto o no, ella fue consciente del empujón literario que este rumor suponía en su carrera, y no dudó en pregonarlo a toda voz», dice Loreto Sánchez Seoane en Te quiero viva, burra.
Puedes adquirir Hambre de realidad o Te quiero, burra en: