Extracto del medio de comunicación
Ana Iris Simón, autora de «Feria»: «Tras intuir que mi vida estaba llena de nada, me pregunté qué era lo importante para mí: la comunidad, la familia, el territorio, la memoria»
Esta entrevista es un cúmulo de máximas por las que vivir. O mejor aún: es un arsenal de preguntas, un rimero de respuestas que nos llevan a más inquisiciones. Porque son esas preguntas vitales, existenciales y urgentes, las que llevaron a la periodista Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1991), ex redactora de TELVA, a darle un giro radical a su vida de moderna malasañera para volver a los orígenes, para recabar su herencia de una raza mítica y plasmarla en su primer libro, Feria. Un debut literario que, germinado en la historia personal de su propia familia feriante, retrata con acuciante exactitud una España olvidada, una sociedad perdida y una generación sin identidad. Pero con mucha esperanza.
La dedicatoria que estampó en el ejemplar que me envió reza (nunca mejor dicho): «Para María, la segunda persona que me invitó, después de mi abuela, a mirar el cielo o la tierra y ver más allá de cielo y tierra, de nubes y polvo». Y esto podría resumir con acierto lo que es Feria, el primer libro de Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1991), una periodista que forjó su pluma aquí, en TELVA, para dar luego el salto a una redacción que muchos veían como antitética -que no antagónica-, la de Vice España, y que ahora reparte su tiempo entre los guiones que escribe para RTVE y las entrevistas que contesta para dar a conocer -y tratar de explicar- lo que es un milagro editorial, generacional y humano: su primera obra.
Acoger una invitación para mirar el cielo y la tierra dice mucho de esta joven manchega, pero más aún dice que fuera capaz de trascender esa mirada y todas las cosmovisiones que había heredado, aprendido, adquirido. Su herencia paterna, la de los Simones, era la que la había llevado a tener fuertes convicciones políticas, a manejar con maestría conceptos y nombres, teorías y eventos históricos, a reflexionar sobre la vida del campesino, el comunismo de su abuelo, el capitalismo que asfixia, el liberalismo que adormece. La rama materna es la de la Ana Mari, su madre, una explosión de júbilo y alegría, y la de su abuela la que rezaba el Rosario: una familia de feriantes que ella tardó muchos años en reconocer y reivindicar y que, justo cuando se atrevió a hacerlo, captó la atención de la editorial Círculo de Tiza, que apostó por ella.
Este libro no es un retrato biográfico. No es una radiografía generacional. No es un ensayo de lo urbano y lo rural. Es todo eso, un compendio de reflexiones agudas «armado con la calderilla de lo popular y los cachivaches de la infancia salvaje de una niña de provincias», como dice Alberto Olmos, y mucho más. Es un alto en el camino, una epifanía que la autora, esta vieja y nueva amiga que entra en el corazón desde la primera imagen que escribe sin impostura, nos regala, abriéndonos los ojos a lo que ella ha descubierto… o está descubriendo. Es un viaje por una infancia en la España Vacía que evoluciona comprando toda la utopía antropológica que horada a los millennials, que la lleva a vivir «hacinada» en un piso en Malasaña, malviviendo para pagar la siguiente juerga del sábado y el siguiente viaje al sudeste asiático. Una vida que, como ella misma confiesa en esta entrevista, estaba «llena de nada». Y un viaje que termina, o más bien que comienza, preguntándose de qué llenar la vida, de qué llenar las grietas que deja la modernidad y de cómo volver a mirar lo sagrado del mundo.
Dice Miqui Otero en su novela Simón que para saber quiénes somos no es importante sólo saber de dónde venimos, sino también cómo hemos llegado hasta aquí. ¿Quién es Ana Iris y cómo ha llegado hasta aquí?
Hay una frase muy bonita de Chesterton que me escribió un señor por Twitter tras leer Feria que decía algo así como que uno emprende caminos, se aleja de casa, para acabar volviendo de nuevo, en su búsqueda de la verdad y de su lugar en el mundo, al sitio del que partió. Pero entonces, en este camino de regreso, es como si viera todo, lo común, lo propio, por vez primera. Me emocionó mucho leerla y que ese desconocido hubiera pensado en ella al leer mi libro porque eso es lo que soy, supongo, como muchos otros: alguien que se alejó del redil, del territorio y el habla propios, de las costumbres, de la tradición, en busca de una identidad y de una verdad interior que ya estaba en el afuera, en ese afuera: en su redil, en su territorio, en su habla y en las costumbres de los que la precedieron. En estos días me acordaba mucho de mi abuela, que cuando era compañera tuya y redactora de estilo de vida de TELVA y me mandaban de viaje sufría mucho y me decía siempre: «¿Y tan largo te tienes que ir?». Y la respuesta, que la averigüé cuando ella murió, era que no: que no tenía que irme tan largo. Que no era necesario porque todas las respuestas y todas las verdades que necesitaba estaban en ella y no en Bali, ni siquiera en Madrid.
¿Cómo nació la idea de escribir Feria? ¿Es algo que llevaba mucho tiempo contigo?
No, realmente. Feria, lo que ha acabado siendo, nace de la muerte de mi tío Hilario y de mi abuela Mari Cruz, y de todo lo que pensé y sentí después de ellas. No solo sobre la muerte, sobre su muerte, sino sobre lo que ellos eran en el mundo. Inicialmente iba a ser la continuación de un artículo que escribí en Vice España, donde trabajaba, sobre mi familia materna, sobre la vida de los feriantes en España. El artículo tuvo bastante recorrido cuando lo publicamos y llegó a manos de Eva Serrano, la editora de Círculo de Tiza, por intercesión de mi amiga Jimena y de su jefa en Podium Podcast, María Jesús Espinosa de los Monteros. Le gustó y convenimos alargarlo, pero cuando me puse manos a la obra, días después de la primera conversación con Eva, murió mi abuela, y su muerte venía precedida por la de su hijo, mi tío. En una de las primeras reuniones con Eva le conté lo que había ocurrido y que no estaba escribiendo mucho precisamente por eso, y cuando le hablaba de mi familia paterna, una familia extensísima, de tradición comunista, campesina y con mucho arraigo a la tierra, me dijo que aquello también tenía que contarlo. Y claro que tenía que hacerlo. Se solapó un poco todo: el dolor, el replantearme cuestiones como Dios, el sentido de la familia, de la muerte o mi propia vida y cómo la estaba viviendo. Y al final Feria resultó ser la historia de una caída del caballo.
Es un libro en el que te abres no sólo tú, sino que nos descubras tu universo, el de tu familia, los valores que construyen una vida. ¿Te ha dado vértigo en algún momento?
Sí, claro. Fue sobre lo que más dudas tuve respecto al libro: ¿hasta qué punto era lícito que pasara por el tamiz de mis ojos a mis abuelos, a mis padres, a mis primos, su habla, su territorio, sus anécdotas, su estar en el mundo? Me daba mucho miedo. Mis debates internos eran, al final, debates sobre la diferencia entre la historia y la memoria, entre lo que ocurrió realmente y lo que ocurrió para uno, en este caso, para mí. A veces pensaba que escribir, por ejemplo, sobre la muerte de mi abuela, era negarle al resto de miembros de mi familia su memoria, sustituirla de algún modo por la mía. Lo hablaba mucho con mi hermano y con mi padre, y ambos me decían lo mismo: que lo que uno hace desde el amor, rara vez puede salir mal. Y que las historias de mis abuelos, de mis tíos y mis primos, eran también las mías.
¿Cómo ha sido el proceso de escribir este libro? ¿Has ido siempre a tus vivencias y recuerdos o has «indagado», entrevistando a miembros de tu familia?
Ha sido muy bonito. Durante prácticamente un año, y un año muy duro, en el que muchos hemos estado separados de nuestras familias, yo he pensado más que nunca en la mía y la he tenido muy cerca, a pocos centímetros en la pantalla. Parte del proceso de escritura fue durante el confinamiento y, lejos de darme más pena o más nostalgia, estar escribiendo sobre ellos todo el tiempo me sirvió para entender más aún aquello que me enseñó mi tío Hilario antes de morir: que seguimos vivos -y, en este caso, cerca- en las historias que nos contamos. En la memoria. No he indagado ni he entrevistado a miembros de mi familia. Feria no son unas memorias familiares, hay mucho que ha quedado fuera, mi intención no era contar la historia de mi familia: es casi una concatenación de reflexiones sobre temas que me interesan o me inquietan a través de la familia y la costumbre, que es mi manera de entender la realidad. Sí que preguntaba cosas tontas, detalles como la marca de un coche. Y, de hecho, hay detalles que están mal, pero mi memoria los registró así y así es como quedaron escritos. Sí que hubo algunos capítulos que se los mandé a personas concretas de mi familia, para que me dieran el visto bueno. Y mi prima Marta por parte de mi padre y mi tía Arantxa por parte de mi madre leyeron el manuscrito completo antes de entregarlo a la editorial, porque me hacía sentir más segura que así fuera. Pero mi padre, por ejemplo, no quiso leer nada hasta que estuvo publicado.
¿Qué piensan ellos del libro? ¿Qué piensa la Ana Mari, tu padre (para quien lo escribiste), tu hermano?
Siempre he escrito, de algún modo, para mi padre. Cuando le dediqué Feria me acordé de que de niña, siendo muy pequeña, él encontró un folio en el que aparecía una dedicatoria de un libro que por supuesto no había escrito y que era para él. Aquello me dio mucha rabia, porque era una niña muy rabiosa y porque en el fondo los niños saben mucho y yo era consciente de que estaba mal buscar la gloria -en este caso, el reconocimiento de mi padre- antes de haber hecho el trabajo necesario para alcanzarla -en este caso, escribir un libro-. Él está encantado, no me lo ha dicho pero me imagino que ha llorado mucho leyéndolo. Cada día me manda una foto de una parte y comenta algo. Y mi madre se ha reído mucho, claro. Ambos están muy contentos, y mi hermano, con el que tengo muchas diferencias sobre muchas de las cosas más políticas que expongo en Feria, también. Está siendo muy bonito, la verdad, que a tanta gente le guste el libro, porque lo que significa eso es que les gusta ni más ni menos que la Ana Mari, mi padre, mi hermano, mis primos. Es muy extraño para mí cuando alguien me habla de mis propias vivencias, de mi familia, y de lo que ha pensado a raíz de ellas o de lo que le ha hecho sentir tal o cual personaje, porque detrás de ellos hay personas. Pero es precioso, claro. Y tiene cosas graciosas, también. Hace poco mi madre le enseñó una foto de Cynthia, mi mejor amiga, que sale mucho en el libro, a una compañera de Correos y la compañera le respondió que no se la imaginaba así. Cuando me lo contó me di cuenta de que había gente, claro, para la que mi abuelo Vicente o mi prima Carolina tenían otras caras de las que realmente tienen.
¿Ha habido pasajes dolorosos para ellos? ¿Y para ti?
No, realmente. Las partes más dolorosas, las que hablan de la muerte, las escribí mientras lloraba, claro, y muchos de los miembros de mi familia las han leído igual. Pero no lloraba -y espero que ellos tampoco- de dolor sino de gratitud por haber tenido algo tan maravilloso como el amor de mis abuelas, los chascarrillos de mi tío Hilario, sus historias, su presencia. Para mí lo más doloroso fue, supongo, escribir desde la sensación de haber perdido el tiempo, de haber pasado demasiado concibiendo como cosas esenciales aquellas que no importaban demasiado, y desatendiendo las más importantes.
Es un libro atípico, «poco comercial», y sin embargo va por la segunda edición en apenas unas semanas. ¿Por qué crees que funciona, que nos atrae?
El 5 de enero sale la tercera edición y yo estoy alucinando. Cuando me escribió Eva Serrano, mi editora, para contármelo, acababa de salir la segunda edición. Me dijo «reimprimimos» y yo le respondí que ya lo sabía, que lo acababa de poner en Instagram, y cuando me corrigió y me dijo que no, que se refería a la tercera, me quedé de patata, como dicen en Criptana. No sé por qué está funcionando tanto, la verdad. Supongo que tiene que ver con que sea y hable de todo lo contrario a la portada aquella del New Yorker que tanto dio que hablar a finales de 2020 en la que aparecía una mujer más o menos de mi edad, veintimuchos. Estaba sola, frente a un ordenador, con una copa de vino en la mano y rodeada de comida basura a medio comer, con un blíster de ansiolíticos abierto en la mesa, con unos gatos, en un piso minúsculo de, supongo, una gran ciudad. Feria habla de la caída del caballo tras atisbar la vida de esa chica del New Yorker pero en versión cañí, sin gatos ni psicólogos y con piso compartido en Malasaña en lugar de con apartamento en el Soho. Y de cómo, tras intuirla e intuir que estaba llena de nada, empecé a pensar en qué era, para mí, lo verdaderamente importante, y resultó ser casi lo contrario a aquello de acuerdo a lo que estaba viviendo: las comunidades orgánicas, los lazos fuertes, la familia, las cosas sencillas más allá del restaurante al que hay que ir y la disputa que hay que tener por Twitter…. Probable y tristemente todas estas son cosas que cada vez ocupan menos espacio, si no en la realidad, sí en lo discursivo, en nuestros textos, libros y artículos, en lo publicado. El otro día me decía Fernando Díaz Villanueva que nunca la opinión pública y la publicada habían estado tan lejos, y creo que tiene algo de razón. Y probablemente por eso ha sorprendido Feria.
¿Tenemos los millennials necesidad de una voz que amplifique y ordene las ideas desordenadas que tenemos o que queremos defender? Aunque no estás del todo de acuerdo, creo, con el «encajonamiento» milenial…
Creo que las etiquetas generacionales tienen más de instrumento de marketing que de realidad en muchos casos y tal como están planteadas, sí. Pero también creo, claro, que los recuerdos y vivencias que uno fabrica, donde uno socializa, tiene que ver también con el tiempo en que lo hace además de con la clase, el territorio, la ideología u otras variables. Todos los grupos sociales, supongo, necesitan de una voz que amplifique y ordene ideas, incluso aquellos que reniegan de las jerarquías y del liderazgo y que se piensan y dicen horizontales. Pero creo que precisamente los jóvenes tenemos más altavoces que nunca, tanto en medios tradicionales como alternativos. Fíjate que incluso grandes medios como Newtral sesgan por edad y tienen «podcast para millennials«, fíjate en la cantidad de autores -y sobre todo autoras- jóvenes que hay en las librerías, o firmando columnas. Ser joven es, a día de hoy y de cara a publicar o a opinar, un punto a favor en lugar de en contra. Lo cual es normal en una sociedad que le rinde culto a la juventud y que valora lo nuevo solo por el hecho de serlo.
En ese sentido, ¿escribir te ha ayudado a saber qué piensas, qué defiendes? ¿O sigues en búsqueda?
No estoy segura. Me ha ayudado a saber qué pienso y qué defiendo, eso sí, algo que va parejo a la escritura: vivir la realidad en dos redacciones tan diferentes como la de TELVA, a la que entré con tan solo 23 años, y Vice España, en la que trabajé hasta el año pasado. En ambas me encontré con gente maravillosa, con gente crítica y menos crítica, con gente que vivía en su burbuja -cada cual en la suya- y otra que no. Me han ayudado, también, siempre me ayudan, las personas de las que me rodeo, algunas de las cuales conocí en esas redacciones. Tú misma, o mi amigo Gonzalo Herrera, ex editor de Vice, del que hablo mucho en Feria porque me ha enseñado mucho en estos últimos años. Pero pensar y sacar conclusiones supongo que precede a la escritura, o así es en mi caso. Sobre si sigo a la búsqueda de la verdad o de las certezas, supongo que siempre lo estaré. Y que de eso, en parte, va la vida. Mi amiga Jimena siempre me afea que, cuando pienso algo, lo pienso con total vehemencia, pero que, sin embargo, a veces me ha ocurrido cambiar de opinión y defender este cambio también con absoluta vehemencia. Y yo le digo que, sin pasarse y estar cambiando de chaqueta cada dos por tres, eso es, precisamente, el resultado de debatir, de leer, de conocer a gente, de hablar, de pensar y de estar abierto al otro y al mundo. De aprender, en definitiva. Si no seríamos amebas, o seguiríamos sosteniendo los mismos postulados que cuando aprendemos a hablar para toda la vida. De eso precisamente va Feria, de esa búsqueda de sentido, del cambio más profundo de pareceres, y en consecuencia de vida, que seguramente haya experimentado hasta ahora.
En tu libro se ve una clara evolución, que algunos califican como maduración de las ideas, pero otros de desengaño. ¿Hay desengaño y desilusión en ti?
No hay desengaño ni desilusión, o al menos yo no lo siento así. O, si la hay, es para conmigo misma. Cuando te das cuenta de que algo es de cartón piedra, como creo que eran algunas de mis aspiraciones o mis modos de vida, sientes dolor por haber perdido el tiempo, desilusión contigo mismo, pero también un alivio por haber descubierto ese trampantojo, ese decorado, e ilusión por la voluntad de trascenderlo. Pero el desengaño es para con uno mismo, porque en buena parte, lo digo en Feria, para que te den gato por liebre tienes antes que haberlo querido comprar.
¿Crees que los niños de los 90 crecimos con una idea de lo que es la vida y al llegar a la edad adulta nos hemos dado cuenta de que estábamos muy perdidos?
Creo que los niños de los 90 crecimos conviviendo -y nos creímos- el mito del emprendedor, de la educación y de la meritocracia: estudia una carrera y dos idiomas, vete de Erasmus para ser un tío de mundo porque lo que pasa en cualquier rincón de Suecia es muchísimo más importante que lo que ocurre en tu pueblo manchego y encima la gente es tan civilizada que se quita los zapatos al entrar a casa, hazte un máster y la empresa privada tendrá un hueco para ti, porque el capitalismo funciona. Eso nos creímos. Y resultó que no era verdad. Creo, también, que basamos buena parte de nuestra identidad en lo laboral como vocacional, quizá como producto de esto anterior, y en el consumo de experiencias. Y el problema viene cuando te das cuenta de que las cosas que importan son muy pocas, y ninguna es deslomarse a trabajar ni explotarse en nombre de la realización personal para que nos den una palmadita en el hombro en forma de like ni viajar ni salir compulsivamente. Creo que somos una generación infantilizada, en parte porque aquello a lo que, por nuestras condiciones materiales, podemos aspirar -una colección de Funkos, una suscripción a Netflix y una entrada al Primavera Sound podemos tenerlas, una hipoteca para pagar una casa, rara vez- siguen siendo placeres adolescentes, en parte porque, en general, hemos aceptado acríticamente lo que nos venía dado. Me molesta por igual que algunos digan de nosotros que somos unas plañideras -que en parte lo somos- sin atender a las condiciones materiales en las que hemos crecido, viendo en el horizonte tan solo incertidumbre, habiendo vivido, como yo, tres ERE a los 28 años, que los que tratan de externalizar nuestra parte de culpa y solo señalan la cara material del liberalismo sin atisbar que la otra, la antropológica, la que tiene que ver con las aspiraciones, las costumbres o la manera en que miramos al mundo, la hemos comprado al 100% y sin crítica alguna.
¿Qué opinas de los que creen tener ya todas las respuestas y se han olvidado de hacerse preguntas?
Creo que en esas estamos todos, cada vez más. Es una de las cruces del hombre moderno: la soberbia, la negación de todo lo anterior, la creencia de tener respuestas y soluciones nuevas para todo, el ansia de hacer tabula rasa, la fe en un montón de religioncillas secularizadas surgidas tras la muerte de Dios -esto me lo decía Don José Luis, párroco de Ávila-: la ideología, el consumo, el deporte, incluso. Siendo así, es normal que creamos tener más respuestas, más certezas, que preguntas. Se percibe también en la polarización social cada vez mayor en la que vivimos, en la que el otro prácticamente ha dejado de ser un interlocutor válido, de la alerta antifascista a la dictadura socialcomunista.
Tú eres una joven periodista que dejó la vida en La Mancha para cumplir su sueño de venir a Madrid, convertirte en periodista, vivir en Malasaña, ser la más moderna, la más cultureta. ¿Qué sucedió? ¿Es evolución o es rechazo a lo que antes defendías?
Sucedió que murió primero mi tío Hilario y luego mi abuela Mari Cruz y empecé a preguntarme entonces cuáles eran las cosas importantes, de acuerdo a qué prioridades e ideales estaba viviendo, a quién servía con mis decisiones y mi estilo de vida, por qué y quiénes estaba condicionada. No sé si eso es evolución o rechazo, supongo que la segunda implica la primera, así que las dos. Y supongo, también, que la muerte siempre nos lleva a eso, a plantearnos la propia vida y aquello que la trasciende, que nos trasciende como individuos: la comunidad, la familia, el territorio, la memoria.
Dicen que te piropea media España porque la otra media, su destinatario urgente, aún no te ha leído. ¿Por qué crees que la derecha te rescata?
Supongo que porque es ella misma la que necesita un rescate. Se habla con frecuencia de cómo la izquierda mayoritaria está, a día de hoy, estrechamente hermanada con el liberalismo y fagocitada por el liberalismo. Pero a la derecha mayoritaria le ha ocurrido exactamente lo mismo: en abril de este año, Espinosa de los Monteros ponía en el Congreso como referencia nacional, como lugar hacia el que debería avanzar España… a Silicon Valley. Y a estos se les llama fascistas en 2020. O, por bajar más al barro, el propio videoclip que Taburete sacó hace unos meses, Brindo, en el que aparecían reptilianos, que era mal que bien una crítica al Nuevo Orden Mundial liberal progresista. Seguramente los miembros de Taburete defiendan el liberalismo económico, obviando que una de las consecuencias lógicas del liberalismo es eso que rechazan en su videoclip. Tanto derechas como izquierdas mayoritarias están, a día de hoy, disueltas en el liberalismo en distintas formas, y si no son capaces de analizar críticamente la una la cara antropológica y la otra la cara económica, mucho menos de darse cuenta de que van de la mano.
¿Lo revolucionario es ser conservador?
Hay una frase que leía hace un par de meses en Mero Cristianismo, de C. S Lewis, que dice lo siguiente: «A todos nos gusta el progreso. Pero el progreso significa acercarse más al lugar donde se quiere estar. Y si os habéis desviado del camino, avanzar hacia delante no os acercará más a él. Si estáis en el camino equivocado, el progreso significa dar un giro de ciento ochenta grados y volver al camino correcto, y en este caso, el hombre que se vuelve antes es el más progresista». Y creo que basta con mirar un poco a nuestro alrededor, al año pasado y a cómo nos dimos cuenta de que teníamos a los ancianos aparcados en residencias y a los niños en guarderías, a cómo vivimos cada vez más lejos de nuestras familias y eso es casi signo de distinción, a cómo posponemos cada vez más la maternidad y la fundación de una familia o incluso renunciamos a ella porque es más importante para nosotros nuestra carrera laboral, para darnos cuenta de que hay mucho que conservar. Incluso quizá haya que dar un paso más allá y rescatar, más que conservar.
¿Confundimos tu mensaje? ¿O es que no nos cabe en la cabeza que defender la justicia social y a la vez defender la institución de la familia no sean antagónicas?
Yo creo que no es que no sean antagónicas: es que la familia es uno de los núcleos primeros de solidaridad. La primera estructura donde se cumple esa máxima marxista del «a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus capacidades». Al contrario que Contreras, otro diputado de Vox más que alineado con el liberalismo y que nos recuerda que no, que no son fascistas, no creo que el Estado sea el sustituto de la familia, ni que deba serlo, sino todo lo contrario: que debe propiciarla y apoyarla. Sobre si se confunde mi mensaje o no, no lo sé. Supongo que descoloca, precisamente por cuestionar ese liberalismo tanto en su cara material como en la que no lo es. Y descoloca porque, como comentaba antes, creo que ha permeado tanto a derechas como a izquierdas.
Tú quieres formar una familia, ser madre cuanto antes. ¿Nos han mentido, en cierto sentido, con la liberación de la mujer? ¿Por qué nos lo hemos creído?
Esa es la pregunta que yo me hago a veces, que me empecé a hacer de un tiempo a esta parte: a quién estaba sirviendo anteponiendo mi carrera laboral a formar una familia y por qué era eso concebido como un progreso. O por qué tenía que depositar a mis hijos en un aparcamiento de niños a los seis u ocho meses para ser una mujer independiente. Hay una conversación en Feria que tuve con mi amiga Cynthia en la que hablamos sobre esto, sobre la incorporación de la mujer al trabajo y sobre por qué, en lugar de reclamar nuestro 50% del infierno, no nos planteamos luchar contra él.
Tú eres una de la primeras personas que me habló de feminismo con pasión, que vivía (o quería vivir) lo que proclamaba. ¿De qué forma ha evolucionado tu pensamiento?
Sigo defendiendo muchos de los paradigmas que defendía entonces: la abolición de la prostitución, lo indeseable de la cultura del porno y de la pornificación de la realidad, la oposición a los vientres de alquiler, la necesidad de vigilar las garantías jurídicas en los casos de violencia sexual, la necesidad de trabajar porque se respeten las decisiones de las mujeres al alumbrar a sus hijos… Sin embargo, parece que, a día de hoy, estas cuestiones son arrinconadas dentro del propio feminismo casi como cuestiones conservadoras, y muchas de las feministas que las defienden son acusadas, de hecho, de ello. Hoy veía un post de una revista juvenil muy seguida en España que hablaba de por qué es necesario el feminismo en el siglo XXI y que señalaba como causas el hecho de que haya menos mujeres que hombres en los denominados «puestos de poder» -lo que, de nuevo, tiene que ver con reclamar nuestro 50% en el infierno en lugar de trabajar por abolirlo-, la representatividad en los libros de texto, que los hombres quieran ayudarnos con las bolsas de la compra o a clavar un clavo o que nos miren por la calle cuando llevamos vestidos. Y yo, personalmente, no puedo identificarme con estas cuestiones ni hacer de ellas mi bandera.
¿Qué tiene de bueno haber crecido en Ontígola que jamás tendrá haberlo hecho en una gran urbe como Madrid o Barcelona?
No sé cómo es crecer en Madrid o Barcelona, pero crecer en Ontígola me dio muchas horas de estar sola. Mi hermano y yo nos llevamos nueve años y en la parte del pueblo en la que yo vivía había muchos más ancianos que niños, así que hasta que él llegó recuerdo jugar mucho sola, sin un barrio ruidoso al que bajar, sin niños en ningún bloque a cuyas casas ir a merendar. Andaba mucho con adultos, me salía a jugar a la fuente con la pelota, me escapaba a misa. Y no es un recuerdo triste sino todo lo contrario ese de andar de acá para allá sola.
¿Es una moda recuperar lo rural o nos hemos dado cuenta de lo necesarias que son nuestras raíces?
Creo que, indudablemente, hay una tendencia a mirar más allá de las urbes. Se ve en la industria literaria, con éxitos como La España Vacía, Tierra de Mujeres, Un hípster en la España Vacía, Panza de burro, San, el libro de los milagros, de Manuel Astur, que es una auténtica maravilla. Pero de nada sirve mirar -y volver- a los pueblos, a eso que ahora se ha convenido en llamar «el rural», desde nuestra mirada urbanita, como entes civilizadores que van a salvar la España Vacía no solo del invierno demográfico sino de la barbarie. Y supongo que, como todo, este mirar a lo que hay más allá de las ciudades tiene algo de moda, pero también algo de verdad: llevamos demasiado tiempo no solo dejando de lado sino mirando con condescendencia y repudiando aquello que nos trasciende, por abajo -las raíces y todo lo que conllevan, la familia, la tradición- y por arriba -lo trascendente, Dios-.
¿Cómo no caer en la romantización de lo rural?
Yendo, supongo. Y yendo sin asustarse porque al moro se le llame moro y lo que es peor, al moro no le importe, y sabiendo que va a haber un puticlub demasiado cerca del núcleo urbano como «El conejo de la suerte», del que hablo en Feria, y perros pulgosos y famélicos como los que relata Andrea Abreu en Panza de burro. Mirando la realidad en toda su complejidad, y esto vale también para no romantizar ni estigmatizar lo urbano, e incluso más allá del urbanismo: con los grupos humanos, con las personas…
¿Nos falta vida en comunidad, en verdadera comunidad? ¿Vivimos en burbujas ideológicas sobre las que dejamos reposar nuestra identidad?
Creo que, cada vez más y al menos en lo discursivo, no sé si es así de facto, tendemos a darle más peso a las comunidades electivas, a las que tienen que ver con la militancia, lo laboral o los intereses individuales, que a las orgánicas, a aquellas que no se pueden elegir. Y supongo que esto es así, con más incidencia, en los ámbitos urbanos que en los rurales, por una cuestión numérica, pero que indudablemente el modelo socioeconómico en el que vivimos y sus lógicas, además de nuestra cosmovisión, no ayudan ni incentivan la vida en comunidad, sino que empujan y tienden a disolverlas, considerándolas un lastre. Pienso en una frase, en un lugar común de aquellos que nos fuimos a vivir a las ciudades: «me gusta porque no me conoce nadie».
Se nos ha invitado a romper con el pasado y no vivir en el futuro, sino en un eterno presente compuesto de «carpe diems» descontextualizados. ¿Podemos saber quiénes somos sin saber de dónde venimos y hacia dónde vamos?
Yo creo que no y que, como te decía, es una de las cruces del hombre moderno: vivir pensando que el dos es mejor que el uno solo por el hecho de ir después, en una eterna huida hacia delante que lleva a no sé muy bien dónde. Igualmente, creo que no nos interesa saber quiénes somos más que en realidad con ese presente continuo que mencionas, con lo nuevo, con lo que nosotros mismos descubramos o inventemos. Nunca le hemos dado tanta importancia a la identidad como ahora y, sin embargo, seguramente estemos más lejos que nunca de saber quiénes somos.