Los días buenos
Los días buenos son esos en los que no se te olvida vivir. No se te olvida mirar el mundo con asombro, acariciar con los ojos las cosas minúsculas, la vida pequeña. Celebrar que, pese a todo, digan lo que digan, sigues aún vivo, y puedes meter los pies en el mar, caminar de noche cerca de casa y oler el aroma de las plantas que crecen libres, ladeadas de savia, en las parcelas abandonadas donde habitan las chicharras, donde nacen y se pierden las comunidades en hileras de las hormigas. Los días buenos son esos en que levantas la copa y brindas porque sigues al lado de esa persona que una vez conociste y te cambió la vida, y te da ahora calor humano, una fuerza inagotable, te da un sentido, una razón para seguir poniendo por las mañanas un pie en el suelo.
«Escucho a Mozart de fondo. Es un placer. Me reconforta. Voy a fumar un canuto. Es mi hora. La hora de perderme y acostarme con mi marido, mi amor. Y sentir cómo se deshace el mundo entre nosotros. Y nosotros somos el mundo», escribe Pilar Orlando en «Malte vive en mi jardín».
Los días buenos son esos en los no dejas pasar una siesta. Diez minutos en los que te reconcilias contigo mismo, con los demás, con lo que es humano, y eres capaz de aparcar las urgencias, las asfixias, las necedades; un sueño reparador, que te oxigena, que te eterniza en los primeros balbuceos de la tarde, que te refresca el pensamiento, la piel. Los días buenos son esos en los que te echas a la calle con un libro, un lápiz, un cuaderno que cabe en la parte de atrás de los vaqueros, y buscas un rincón, una esquinita perdida de un bar, una pared con desconchones, cualquier lugar donde apoyar la espalda, y empiezas a leer, a saborear el ahora, porque importa poco lo que pase después, y das con la página justa, con el párrafo que te hace levantar la cabeza y decir: ¡qué maravilloso es vivir!
«La lectura no solo no me ha causado ningún daño, sino que me ha ayudado a vivir y a entender a mis semejantes. Pero siempre he leído por pura pasión, por el goce inmenso del tacto del papel y por la curiosidad de poder penetrar en los secretos de existencias ajenas o de viajar a lejanos confines», dice Pedro Cuartango en «Elogio de la quietud».
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