Políticos
Cuando era muy joven y todavía no veía desfibriladores por todas partes, trabajé para varios políticos, que es muy parecido a estar en una mina sacando cobalto. Me salieron las canas de golpe y perdí mucho pelo como Simeone. Llevaba siempre un ejemplar del Tao Te Ching para desacelerarme el corazón y tuvieron que invitarme a muchas copas de vino para que pudiera creerme todo lo que iban a hacer: pirámides, jardines de Babilonia, coliseos… «Trabajar es como estar enfermo, por eso cuando se te pasa te pones contento», dice Iñaki Uriarte, que no ha trabajado nunca.
«Detesto este perpetuo privilegio concedido por los medios de comunicación a la política de los políticos. Estar pendientes de ellos todo el tiempo, de cualquier exabrupto que salga de sus bocas, les da una importancia que distorsiona la verdad de las cosas», escribe Alfonso Berardinelli en «Contra el vicio de pensar».
Cuando era tan joven que todavía podía salvarme alguna princesa haciéndome en la calle el boca a boca, estuve dentro del monstruo, dentro del Leviatán, y luego me quedé incapacitado para ninguna otra actividad que no sea ir a eso de las doce a abismarme al mar o a leer novelas birriosas en esos espacios civilizatorios que son los bancos de madera, donde observo con gozo los días azules y este sol de la infancia, que cantaba el poeta.
«Me gusta tumbarme en el sofá y mirar fijamente una grieta que hay en el techo. Cuando no tienes nada que hacer, acabas por no tener tiempo más que para cosas ridículas. Esa grieta me recuerda al mapa de Rusia, cuando su costa se pega al Ártico y va en busca de Alaska, como si quisiesen pasar la vida juntos», dice Juan Tallón en «Mientras haya bares».
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