La Vía Morandi
Será la edad, el amor o la inflación pero uno siente cada vez más que en casa es donde mejor se está. Quedarse cerca como el que tiene una olla al fuego. Paseos cortos, circulares, sin más ambición que ir a por el pan, mirar abejas libar las flores y aprender a distinguir la hora por la posición del sol. Renunciar a las distancias largas. Ir siempre a pie, a escala humana, ser un humilde peatón que huye del ruido, de la máquina, que se cuida mucho de formarse cualquier expectativa sobre nada en concreto. Un renunciante concentrado en lo que está pasando ahora, sin poner demasiada resistencia, un discípulo de la negación y el anonimato. Un seguidor de la Vía Morandi.
«Era un hombre -Giorgio Morandi- incorruptible que no funcionaba guiado por la fama o el dinero. Se convirtió en un modelo para mi vida. Era un gran artista, pero lo que llamaba la atención era su generosidad. El mundo no conoce esa parte, pero fue la que vi. Era generoso con su tiempo, con su dinero, con su atención, con su talento… No era un hombre egoísta», le dice el diseñador Milton Glaser a Anatxu Zabalbeascoa en «Gente que cuenta».
Morandi no salió apenas de Bolonia, de su calle Rimbaud, de su casa en la Via Fondazza. No se subió nunca a un avión, no viajó en barco, vivía de sus clases de profesor y no de sus cuadros. Estaba siempre cerca de la casa familiar, donde vivía con su madre y sus hermanas, soltero como Kafka, recogido en su cuarto-monasterio, en calma, protegiendo su intimidad, eso que hoy ya no tenemos. «Mi única ambición es poder disfrutar de la paz y el sosiego que preciso para pintar», dijo en una entrevista a comienzos de los sesenta.
«Uno decide que quiere ser artista y se llama a sí mismo artista. ¿Eso lo convierte en artista? En cien años lo sabremos. Nunca he querido tener cierto estatus. Solo he querido hacer el trabajo que estaba preparado para hacer», continúa Milton en su entrevista con Anatxu.
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