A nadar y a leer
Aquí naces y al rato ya estás nadando. Te echan al mar y lo haces tuyo para siempre. Es tu primer amor, un amor de espuma y luz que le da a tu vida un sentido, una orientación. Aquí, en este sur de agua dulce evaporada y olivos de sombra débil, te enseñan pronto a nadar y tu hipocampo se estrena con la brisa de una canción de salitre que ya no se olvida, y con la sandía semienterrada en la arena, y el abuelo con el pantalón doblado un poco más abajo de las rodillas, y África intuyéndose en un horizonte de domingo azul Kandinsky.
«Echarse al agua en alta mar con el sol alzado solo un par de brazas sobre el horizonte es la forma más ascética del limpiarse por dentro. En el patalán esperaba la bicicleta y un café largo a la sombra de una terraza donde, viendo pasar la vida, nos volvimos a ensuciar hablando de política. Luego, a flor de agua el sedal traía saltando un pez amarillo limón, con vetas verdes y azules; después picaron algunas caballas . «Limpiadas con agua de mar y a la plancha con sal marina las prefiero a cualquier verso de Homero», dijo el poeta», escribe Manuel Vicent en «Radical libre».
Entre las primeras leyes escritas que tuvieron los atenienses destacaba una del sabio Solón: «Que lo primero que aprendan los niños sea a nadar y a leer». Aquellos antiguos griegos creían que era deber de todo padre enseñar a sus hijos a nadar y leer. Los griegos creían que eran los mejores nadadores del mundo, y también los mejores buceadores, y esa idea forjó parte de su identidad colectiva. Además de iniciarlos en la lectura y la natación, a los niños hay que enseñarlos también a respirar, a inspirar y espirar, como cuando se nace y cuando se muere, inspirar el verano, que es lo único que ahora somos, lo único que ahora tenemos.
«Estoy escribiendo esto desde una playa en Cuba. El mar ha hecho que se me vaya el flequillo para atrás, la mitad de la cara la tengo ya de color champán rosé barato y me he tumbado bajo una palmera para evitar que a la otra mitad le ocurra lo mismo, y estoy leyendo. Leer en la playa es que tiene algo especial, aunque no sé si lo seguirá teniendo para quien vive en la costa o cerca de ella, o si este placer se pasa cuanto te acostumbras a él», dice Hannah Jane Parkinson en «La alegría de las pequeñas cosas».
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