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Jacobo Bergareche: sobrevivir a la muerte de un hermano

El 12 de octubre de 2012, Roque Bergareche fue asesinado en Luanda (Angola). Tenía 29 años. Aquel mismo día, por la mañana, su madre y sus dos hermanos, Nicolás y Jacobo, regresaron en tren desde Córdoba a Madrid, después de que su padre les comunicara la fatal noticia. En algún momento de aquel silencioso trayecto, su madre se acercó a Jacobo y le dijo: «¡Escribe! ¡Escribe algo!». Era, casi, un grito desesperado, una súplica, y su hijo la atendió, pese al dolor que sabía la escritura le provocaría, o precisamente por él. Fue en aquel vagón del AVE donde Jacobo escribió, por vez primera, sobre la muerte de su hermano, donde se enfrentó al abismo de su ausencia, sin saber hasta dónde le llevaría aquel puente que empezaba a construir con palabras.

El resultado, más de seis años después, es «Estaciones de regreso»(Círculo de Tiza), un relato de la pérdida, de ese duelo que nunca desaparece, ni siquiera con anestesia, que es, paradójicamente, un hermoso canto a la vida. A la de su hermano Roque. Y a la del propio Jacobo. Con ecos –muchos– de los «Ensayos» de Michel de Montaigne, su «escritor preferido», y de «La casa encendida» de Luis Rosales, de donde toma su título («quiero deciros que el dolor es un largo viaje, es un largo viaje que nos acerca siempre vayas a donde vayas, es un largo viaje, con estaciones de regreso, con estaciones que no volverás nunca a visitar», dicen los versos del poeta), el libro fue presentado ayer en la librería Los Editores (Calle Gurtubay, 5), en Madrid.

Respuestas

Horas antes de la puesta de largo, Jacobo está nervioso. Aunque sabe lo que quiere decir. No necesita ninguno de los muchos cuadernos que siempre le acompañan. Lo tiene todo en la cabeza. Y opta por ir a nadar, para retener esas ideas como un guión cristalizado en cada nueva brazada. Llega a nuestra cita despejado, sin miedo a volver a exponerse, tras haberse desnudado, literariamente, en las páginas del libro. No hay pudor en su relato. Tampoco exhibicionismo. Es la franqueza de quien busca respuestas ante la falta de sentido de esta vida, que es la única que tenemos.

«Mi hermano y yo vivíamos juntos, en la misma casa, lo hacíamos todo juntos. Desaparece eso y, de repente, no tienes relación alguna con la persona que eras. No te reconoces en tu propio pasado, pero tampoco en tu futuro. Tu propia historia se te ha roto y lo tienes que recomponer». Fue entonces cuando se propuso escribir «un libro en el que largara sobre mis cosas, lo que me interesa, con voluntad de reparar, de construir un puente sobre ese socavón».

Como bien sabemos todos los que la hemos experimentado, también Jacobo, la escritura, muchas veces, «nace de la pérdida». Igual que nuestras lecturas más personales se convierten en refugio cuando fallan todos los asideros vitales. «La literatura construye sentido. Lo jodido es la pérdida de sentido. La vida en sí misma no tiene sentido, a menos que lo construyas tú, y la literatura, la buena, construye sentidos que perduran durante un tiempo».

Al evocar aquel momento, cuando supo que su hermano había muerto, Jacobo reconoce la inutilidad de las palabras de consuelo, esos pésames lanzados al aire, huecos, vacíos. «Es un momento sin palabras, es inexplicable todo. Es el momento de las frases hechas, no hay ninguna palabra que llene ese vacío. Existen palabras de consuelo, pero hay que construirlas, se tarda un tiempo. En ese momento, no tienes nada». Aparte del Lexatin y el Orfidal, Jacobo recurrió a dos poemas: «Sobre la muerte sin exagerar», de Wislawa Szymborska, y «Lo que no es sueño», de Claudio Rodríguez.

¿Y la escritura cura? «Después, cuando lo has publicado y tus amigos te dan una palmada en la espalda. Porque escribir es jodido. Escribir es vomitar, pero escribir de verdad es reescribir, y reescribir es lo jodido, es volver a leerte, darle vueltas a lo que has escrito… Es una tarea muy solitaria, que exige cierta disciplina».

En ese largo proceso de «hacer memoria y coser», hasta recuperar el hilo perdido, Jacobo tuvo que pararse en muchos momentos, y coger aliento. Había cosas, cosas con las que no contaba encontrarse, que le hacían daño, que le provocaban tanto dolor que a punto estuvo de tirar la toalla, mientras de fondo sonaban Blaze Foley o Townes Van Zandt, dos de los grandes descubrimientos musicales que hizo mientras vivía en Austin (Texas, Estados Unidos). Pero quiso llegar hasta el final, cerrar el libro.

Tragedia

«Más que entender, lo que haces es incorporar a la muerte en tu vida, que es una cosa muy importante». Y eso que Jacobo la tenía bien presente, a través de la amenaza constante de ETA. Durante muchos años, los de su juventud lejos de Lequeitio (País Vasco), llegó a imaginar, en múltiples relatos, que los terroristas asesinaban a algún miembro de su familia, hasta a él mismo. «Hay un montón de vanidad en querer sentirte víctima de algo –reconoce–, pensar que puedas ser objetivo de alguien te hace sentirte importante y, al final, te sirve para elaborar historias, que es lo que me pasó a mí».

Pero la muerte de Roque fue «una tragedia». Y Jacobo aprendió «que todos nos vamos a morir, uno detrás de otro, unos antes y otros después, y que eso hay que incorporarlo». Frente a la clarividencia con la que culturas como la japonesa se enfrentan a ella, nosotros «hemos dado la espalda a la muerte, no forma parte de nuestras vidas, por terror. Nos da miedo envejecer y nos da miedo la muerte». Guiado por la lectura obsesiva de ese ensayo de Montaigne «sobre cómo filosofar es aprender a morir», Jacobo tiene claro que «es muy importante aprender a convivir con la idea de tu propia muerte». E intentar sobrevivir a las de nuestros seres queridos, pues «van dejando agujeros, son amputaciones que te hacen, son trozos de ti que pierdes».

Hoy, vive «con una carga de dolor que no tenía antes, la herida no se te va nunca. Es como el volcán Etna, de repente tiene erupciones». Pero, al menos, puede sentirse orgulloso, pues esa temprana vocación de «ser escritor» ha quedado refrendada en estas «Estaciones de regreso».