Bares en el Duomo
Un día hubo bares funcionando a pleno rendimiento en la cúpula del Duomo de Florencia. Las obras de la bóveda de Santa Maria del Fiore habían alcanzado ya tal magnitud, que su arquitecto, ese semidios llamado Filippo Brunelleschi, ordenó que se abrieran cantinas con cocina e, incluso, que se vendiese vino, puesto que resultaba un incordio y una pérdida de tiempo para los empleados bajar al mediodía a comer una vez que ya habían subido a tamaña altura. Según Giorgio Vasari, el entusiasmo de Filippo por el proyecto era tal que incluso se personaba en los hornos donde se alisaban los ladrillos. Allí examinaba con sumo cuidado el tipo de barro y luego elegía las piezas una vez que eran cocidos.
«Hace ya bastante tiempo que comer dejó de ser la mera necesidad de alimentarse. Demasiadas cosas giran alrededor del acto social de sentarse a la mesa. La culinaria es una de las artes más intrínsecamente ligadas a la esencia del ser humano, al ser la nuestra la única especie que trata de algún modo los alimentos antes de ingerirlos. La memoria gastronómica es, después de todo, la de la propia historia del ser humano, y nos permite recordar aquel plato que nació para impulsar la primera victoria napoleónica en Europa, o a los afroamericanos cuyas dotes culinarias, en pleno siglo XVIII, podían auparlos hasta la mismísima Casa Blanca», escriben Rodrigo Varona y Javier Márquez Sánchez en «Fuera de carta».
Conocidas fueron las artimañas desplegadas por Brunelleschi para que le concedieran la obra. Al enterarse de que se convocaría a los ingenieros para la construcción de la cúpula, creyó interesante volverse de inmediato a Roma, donde había estudiado arquitectura, porque pensaba que alcanzaría una mayor reputación si se le tenía que ir a buscar fuera que si se quedaba en la capital toscana. Y así sucedió. Le escribieron y le rogaron encarecidamente que volviera. Y este, que era lo que más deseaba en el mundo, no se lo pensó dos veces y regresó.
«Muchos romanos tal vez nunca hayan oído nombrar de Sandro Penna; y no saben que justo aquí, en Roma, tienen al mayor poeta del mundo, como tampoco saben que tienen la mayor plaza del universo: Navona. Allí se congregan desde toda la ciudad de Roma para echarse la siesta y dar volteretas, sin que por ley los maldigan o los echen a patadas», señala Elsa Morante en «A favor o en contra de la bomba atómica».
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