El fino arte de echarse a andar
Un furgón de correos lo deja en la estación de Coira. Allí tendrá que coger un tren para Saint-Moritz. Tiene sólo catorce años y sus padres lo han internado en un colegio de Schiers, en el cantón suizo de los Grisones. Se dispone a regresar a casa para las vacaciones navideñas. Nieva, fuera nieva y ve una librería. Entra. Coge el mamotreto y lo hojea. Es un libro sobre Rodin, el más grande escultor después de Miguel Ángel. Lleva unas pocas monedas en el bolsillo. Lo justo para el viaje de vuelta. Tiene que elegir entre esa obra que lo ha deslumbrado o el tren. Lo tiene claro: elige a Rodin. Compra el libro, lo aprieta sobre su pecho y empieza a caminar. Son 16 kilómetros hasta su casa. Son 16 kilómetros caminando en medio de la nieve, bajo el frío, en la oscuridad, en la soledad de la noche. Camina, se cae, se levanta. Se llama Alberto. Alberto Giacometti.
«Unos años antes de la propuesta de Pla, dos hombres implementaban todavía en París, el fino arte de echarse a andar, sin más objetivo que ese: andar y pensar al ritmo de la caminata, que era lo que Nietzsche recomendaba y hacía en el siglo anterior. Samuel Beckett y Alberto Giacometti, el escritor y el escultor, como eran hombres de pocas palabras, después de sentarse en un bar a beber whisky o vino, sin hablar, se echaban a andar por París, recorrían la ciudad de arriba a abajo, sin dirigirse la palabra pero acompañándose uno al otro, respetando la tormenta mental, y estrictamente individual, que se desamarraba en la cabeza de cada quien mientras caminaban», escribe Jordi Soler en «Ensayos bárbaros».
El arte nace trabajando a brazo partido. Lo piensa Rodin. Lo piensa Giacometti. Lo piensa Picasso. De sus 23 metros cuadrados de taller en la rue Hippolyte- Maindron, cerca de Montparnasse, Alberto apenas sale. Mientras más tiempo pasa allí, más grande siente que se vuelve. En su taller esculpe, pinta, trabaja muchísimo. Cree que no sabe dibujar. Es modesto, no tiene la vanidad de Picasso. Es un enamorado de Italia, de Venecia, de Tintoretto, de Padua, de Giotto. Le gustan los bares nocturnos y el vagabundeo silencioso por París. ¿Quién es en verdad este hombre que camina, este enigma?
«Parece que Walser se vio realmente liberado de sí mismo el día en que hizo un viaje nocturno en globo, desde Bitterfield hasta una playa del Báltico. Un viaje sobre una Alemania dormida en la oscuridad. «Subieron a la barquilla, a la extraña casa, tres personas y soltaron las cuerdas de sujeción, y el globo voló lentamente hacia lo alto», escribió Walser, el paseante por excelencia, un caminante que en realidad había nacido para ese recorrido silencioso por el aire, pues siempre en todos sus trabajos en prosa, quiso alzarse sobre la pesada vida terrestre, desaparecer suavemente y sin ruido hacia un reino más libre», señala Enrique Vila-Matas en «Impón tu suerte».
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