Extracto del medio de comunicación

[trx_title][/trx_title]

Ricardo F. Colmenero: «A escribir se aprende por envidia»

El periodista de El Mundo y ganador del Premio Julio Camba publica ‘Literatura infiel’ en Círculo de Tiza, un disparatado manual de antiayuda para universitarios, escritores, novios y padres

Ricardo F. Colmenero (Ourense, 1977) se sentó con Agustín Pery, entonces director de EL MUNDO/ El Día de Baleares, para pedirle una columna en las páginas de opinión. El jefe cedió y le impuso dos condiciones: escribirla en su día libre y que no contara su vida en ella. Colmenero solo atendió una de las peticiones y ha acabado compartiendo negro sobre blanco incluso los pormenores de la comida en la que se gestaron sus inicios en el columnismo. Literatura Infiel (Ed. Círculo de Tiza) recopila ahora esos textos (también los premiados con el Julio Camba y el Unicaja), revisados, ampliados y con abundante material inédito. Ricardo explica la vida, la suya y la de los demás, desde la anécdota, lo aparentemente insustancial, en un estilo que debe a la insubordinación de una orden. Solo a medias, que para algo es gallego. A mucha honra.

¿Qué es Literatura Infiel?
Un manual de antiayuda, en el que me pongo como ejemplo de cómo no hacer las cosas. Es la manifestación de todos mis errores y torpezas con sentido del humor, que al fin y al cabo son los errores y las torpezas de todos, incluso de los que no tienen sentido del humor.
¿Tus columnas son autoficción?
No hay nada inventado en ellas. Todo está basado en hechos reales y cuando recurro a una exageración lo hago de forma que el lector se da cuenta. Si me inventara lo que escribo, para mi esto no tendría ningún valor, me dedicaría a la ficción.
¿Cuánto hay de ti en ese personaje literario de las columnas?
Cuando cuentas los hechos de forma anecdótica, sin la globalidad que intenta el periodismo, te conviertes en una caricatura de ti mismo, como todos los que te rodean, que se convierten en personajes, en plan ‘Big Fish’ de Tim Burton. Me observo desde la distancia, distancia de exoplaneta. Y ni siquiera con ojos reales. Funciona porque no hablo de mí, sino de todo el mundo. El lector se siente identificado con las cosas que me pasan, que en realidad son muy pocas cosas.
Hay una diferencia clara entre los artículos inspirados en Galicia, más nostálgicos y evocadores, y los que nacen de Ibiza, más mordaces. ¿Estás de acuerdo?
Supongo que sí y quizá ocurre así porque los escribo ahora desde Ibiza. Galicia queda muy lejos. Si Galicia fuera el presente la vería con otros ojos. La percepción que tengo de mi vida allí se modifica hasta convertirse en un recuerdo que va transformándose.
¿Qué articulista serías si siguieras viviendo en Galicia?
El mismo. Me considero ahora mismo el escritor ibicenco más gallego porque mi forma de escribir cuadra con el columnismo literario de Julio Camba y siguieron Manuel Jabois y otros periodistas gallegos como Tallón, Cabeleira o Manuel de Lorenzo. Más que con una forma de escribir, está relacionado con una forma de ser y la que tenemos de expresarnos los gallegos. Recurrimos a la ironía como mecanismo de defensa y no somos, o no parecemos del todo claros. Dejamos que las ideas surjan más del lector que de quien te las está contando. Yo vivo en Baleares, pero esa forma de escribir se aprecia en todas partes. La prueba es que uno de los premios me lo ha dado un jurado gallego, pero el otro uno andaluz. Los gallegos amamos nuestra tierra, pero somos muy creativos echándola de menos.
En tus textos hay una mirada a la infancia, pero también una especial atención a los ancianos y a la muerte tratada con humor. ¿Qué relación tienes con ella?
Intento cubrirme de la muerte. Igual que la minusvalía de mi hermano o de la depresión, la contemplo desde el humor porque es la forma que tengo de llegar a ellas y porque necesito pasármelo bien cuando escribo. Si me fijo en la gente mayor es porque mi familia se ha hecho mayor igual que yo. Me marca porque los emigrados sufrimos al estar lejos de los seres queridos. Necesitarían que estuvieras allí y no estás. Por ejemplo, la columna de ‘La comunidad,’ que ganó el premio Julio Camba, no es un texto sobre mis vecinos aunque lo parezca, sino sobre una mujer mayor que se cae en la calle. La ayudé pensando que si lo hacía estando a mil kilómetros de mi madre, alguien haría lo mismo por ella; alguien la recogería si le pasara. Ese es el impulso para escribir la columna, aunque no esté explícito. Y luego intentar contar algo así y que te partas de la risa.
¿Hay algo bueno en envejecer?
Siempre es un triunfo porque somos mecanismos extraordinariamente frágiles. A mi edad, ya tengo amigos que han muerto y se me han quedado congelados. Tengo cadáveres en el Facebook, que me recuerda cuándo es su cumpleaños. Y los felicitamos como si siguieran entre nosotros.
Tu definición del proceso de escribir: «Lo que uno escribe es el resultado de lo que uno ha soñado, que es el cociente entre lo que uno ha vivido y lo que uno ha leído».
Uno sueña sobre lo que vive, lo que teme o lo que desea. Muchas veces se mezcla la literatura con lo que acabas soñando y necesitas cierto trance y ensoñación al escribir para poder viajar a esos sueños. Cuando llegas a ese mundo, te pones a relatar esa ensoñación. Lo que vivo en mi caso es mucho periodismo, que como dijo Murado de Camba no es sólo una manera de narrar la realidad, sino de disfrutar de ella para luego tener algo de que escribir.
¿El periodismo ha sido siempre un peaje o un entrenamiento para ser escritor?
A escribir se aprende por envidia. Empecé envidiando los reportajes de periodismo literario de Manuel Rivas en la universidad. Y sin embargo, he despreciado el columnismo porque no encontraba a nadie de quien tener envidia. Luego leí a Gistau y a Jabois y entonces sí la sentí, al menos que podía intentarlo. En el fondo, si estás en esto es porque te gusta escribir. Mi sueño ahora mismo es escribir columnas sobre el Barça, pero no he tenido esa suerte. Iba para periodista deportivo y mira, ni una línea.
¿Por qué querías tener una columna?
Por la envidia pero también porque era un momento difícil para la empresa, con EREs, y yo intentaba parecer ocupado.
¿Has tenido algún problema por contar alguna intimidad de un familiar o amigo?
Hace poco, una ex novia me echó la bronca por contar algo que en realidad no había sucedido con ella. Casi nunca doy nombres y si lo hago, pido permiso. Y si me he equivocado, aprovecho un vez más para disculparme. Normalmente sabes hasta dónde contar.
¿Cuál es el método para escribirlas? ¿Eres de los que sufre o disfruta?
No disfruto nada. A mí me gusta más leer que escribir. En concreto columnas mías y que sean muy buenas, lo que no quiero es escribirlas. No es una experiencia agradable. Hay ese instante, ese ataque de pudor tremendo justo antes de dar a la tecla de enviar. Supongo que he llegado a este punto de que salieran editoriales que quisieran publicarlas por haberle dado a esa tecla de forma inconsciente muchas veces. Por no haberme arrepentido. El trabajo se expande hasta ocupar todo el tiempo que le dedicas. Intento tenerlas con mucho tiempo de antelación y nunca lo consigo, así que mi gran fuente de inspiración son los plazos, además de tener un hijo que gasta un montón de pañales, que son muy caros.
¿Hay que ser de verdad interesante para el columnismo o basta con parecerlo?
Creo que hay mucho de pose en el columnismo. Somos herederos de una generación de periodistas malditos que cerraban los bares y llenaban ceniceros, que a su vez eran herederos o imitadores de aquel París de Henry Miller o la generación perdida de los años 30, criada entre la miseria y los prostíbulos. En nuestro caso hay una pose. Aquí hay mucho pronador, mucho supinador, mucho vegano y mucho padre de familia que está en casa cuidando al bebé. Somos una vergüenza para las generaciones malditas. Unos losers.
Has matado el mito del columnista borracho. En lugar de escribir con el whisky en la mano, lo haces con un biberón.
La mayoría lo hace con el biberón o la taza de té aunque luego escriba botella de whisky. Nunca he sido fiestero ni hombre de bares. Siempre me he cuidado mucho y hasta los 21 años he sido de misa dominical. Escribir con el biberón a veces tiene mayor efecto narcótico que con la botella de whisky.
¿Por qué no opinas en tus columnas?
Porque soy gallego. Me atrae el columnismo literario, no el de opinión. Me siento más cómodo generando preguntas en el lector que haciendo afirmaciones categóricas. Cuando me viene a la cabeza alguna me convierto en un periodista sospechoso para mí mismo. Intento ponerme en duda. Empecé mi carrera en el Miami Herald, donde el concepto de opinión estaba más ligado a lo que aquí llamamos tribuna. Aquí somos más aficionados a opinar quienes no tenemos toda la información necesaria. Quizá por eso a veces acertamos. Me gusta la imagen de Buzz Lightyear, que no volaba sino que caía con gracia. La mayoría de columnistas también dice que vuela, cuando en realidad lo que hace es caer con más o menos gracia.
¿Alguna vez te has autocensurado?
Prefiero creer que no. Si lo ha hecho ha sido el Ricardo inconsciente, que censura al consciente de forma incosciente.
¿Para qué sirven los premios? ¿Te han subido el sueldo?
Por supuesto que no me han subido el sueldo. Sigo disfrutando de escribir en la más absoluta miseria. Es un espaldarazo muy grande, como cuando empiezas y no te lee nadie hasta que alguien importante se fija en ti y es generoso para compartir tu trabajo. En mi caso lo hicieron Soto Ivars, David Torres y Belén Bermejo. Te esfuerzas por agradarles. Los premios los recibes como consecuencia de tu trabajo. Son ánimos y cinco o seis meses de pañales gratis.
¿Te consideras un columnista cipotudo?
No me gustan las etiquetas porque siempre son injustas, pero no me importa estar en cualquier club en el que metan a Jabois, Bustos o Antonio Lucas. Luego ya miraré de qué es el club. Igual que querría estar en cualquier club en el que metieran a Milena Busquets y a Susana Prosper.
¿Tienen razón las mujeres que reivindican una mayor presencia como columnistas?
Sí. Siendo mayoría en la profesión no sé por qué hay menos mujeres columnistas. En mi caso, no me gusta que me consideren columnista, porque ocupa solo una pequeña parte de mi trabajo. Soy periodista y punto.
Entre los textos inéditos se encuentra una reflexión sobre la ansiedad que te supone saber que vas a ser padre, pese a haberlo intentado durante años. No es tanto sobre la paternidad sino sobre la salud mental.
Quería ser padre hasta que mi mujer se queda embarazada. Pensaba que la ansiedad y la depresión no existían o al menos no para mí. Estaba convencido de que tenía las herramientas necesarias para lidiar con ellas. Luego descubres que es una enfermedad y no funciona así.
¿Qué aprendiste de ese proceso?
Me gustaría haber aprendido a librarme cuando lo vea venir, aunque me quedo con las certezas de que hay que pedir ayuda, de que no puedes librarte solo. Debes liberarte de la vergüenza de reconocer que te ha pasado. Es más fácil salir adelante si lo haces. En el libro cuento todo esto, que fue terrible, y te descojonas, como si escribirlo fuera parte de mi terapia. Igual lo lee mi psiquiatra y en unos días me llama para quitarme el alta.
Luego ser padre tampoco ha sido para tanto.
En un episodio de Cómo conocí a vuestra madre, Lily y Marshall deciden dejar a su bebé a Ted y dicen: «Desde que somos padres sabemos que cualquier imbécil puede hacerlo». Eso tiene muchos matices. Cualquiera puede ser padre, quizá pocos llegan a hacerlo bien. Haces lo que puedes y siempre tienes la sensación de que es poco.
Pero el miedo que sentías se debía a un sentido de protección, a la idea de que pudiera ocurrirle algo a tu hijo.
Ese miedo te persigue toda la vida. Si dejas trabajar tu cabeza se te ocurren todas las desgracias. Al ser padre te conviertes en otra persona y nada se parece a lo que conocías de la paternidad. Solo sabes qué significa ser padre cuando lo eres. Descubres una forma de amar desconocida, incondicional; un estado que no sabías que podías alcanzar.