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Extracto del medio de comunicación

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Jorge Bustos: un león en el cuerpo de un gatito

El columnista rescata los cuadernos de sus primeros años en el periodismo, frustrados, desquiciados y gozosamente vengativos

Crónicas biliares (Círculo de Tiza), el tercer libro de Jorge Bustos es, a la vez, la explicación y el negativo fotográfico de todo lo que hemos leído hasta ahora de su autor. Es la explicación porque cuenta de dónde salió Bustos con sus obsesiones y sus temas. Y es el negativo porque el dibujo se reconoce pero los blancos y los negros aparecen del revés.

Hace 10 años, cuando escribió Crónicas biliares. Bustos tenía veintitantos y hacía periodismo por carreteras secundarias. Se sentía como un león encerrado en el cuerpo de un gatito y escribía en casa, de noche, porque algo tenía que hacer con sus delirios de grandeza. «Veamos. Había terminado la carrera de Teoría de la Literatura dos años atrás; tenía la cabeza infestada de teorías estéticas, novela de vanguardia y autores europeos ilegibles a los que quería parecerme. Pero mi lado pragmático me había inducido a huir de la academia y meterme en el periodismo, lo que ya entonces, año 2007, era difícil. Solo encontré hueco en un periódico local con sede en Vicálvaro».

«Me asfixiaba. Así que llegaba a casa y me ponía a teclear furiosamente los textos que no me dejaban publicar en mi trabajo; pero, además, exagerando la venganza. Una venganza barroca contra la mediocridad del oficio. Pasé así dos años. Esos textos forman este libro».

¿Alivio, entrenamiento, borrachera, entonces? «Las tres cosas. Alivio lo primero, verdadera necesidad de desahogo; al mismo tiempo ensayaba un estilo, jugaba con mis posibilidades expresivas; y me vengaba en abstracto de todo lo que me indignaba, como el borracho carga contra el mobiliario urbano porque ve la cara del jefe odioso en una papelera». Lo que salió de aquel desfogue está esperando en las librerías: «Son textos brutales pero sofisticados, creo yo: como jugos gástricos digiriendo trufa blanca. Puse todo mi narcisismo airado a luchar contra mi frustración profesional y este libro es el resultado. Es una mente un poco desquiciada la que habla, con una arrogancia de romano pontífice».

Y aquí, la paradoja: un tema habitual en las columnas que Bustos escribe ahora en EL MUNDO es la indignación aprendida y recitada, la furia por imitación. Sin embargo, el narrador de Crónicas biliares es un joven airado como una casa. «Una de las cosas que me indignan es la indignación impostada que yo advertía en mi generación. Una generación de mimados por la historia como no ha habido otra jamás pero que se pasa el día lloriqueando. El secreto de aquella voz tan auténticamente cabreada quizá sea éste: habla ahí un adolescente tardío con un intelecto prematuro. No digo peor ni mejor: digo prematuro. Yo no tuve adolescencia: la ahogué entre lecturas de filósofos. No es que fuera un niño repelente: era el niño que daba asco al niño repelente. Cuando estalló la vida lo hizo tarde y planteó problemas concretos a los que una mente hipertrofiada da respuestas cerebrales, a menudo erróneas. De la violencia de ese desajuste va el libro. Pero estoy contando demasiado».

Última pregunta: ¿por qué la abstracción del texto? ¿Por qué las referencias a «la oficina» no son a la redacción del periódico en el que escribía? Las mujeres, los padres y los amigos que aparecen también son abstractos: no son Cristina o Teresa a la que le pasa esto o lo otro… «No me importaban Cristina o Teresa, sino su arquetipo leído en alguna novela. Y comparar. No me interesaba el botellón sino sus posibilidades literarias. Ni el oficio de periodista, sino sus engorrosos límites con la ficción. Todo así. Todo cerebral. No es que no disfrutara: llevaba una vida bastante desordenada. Bebía muchísimo más que ahora, estaba siempre en la calle. Muchas piezas del libro recogen mis conflictos con la policía de tráfico. Pero luego reciclaba todo eso, destilaba la parte animal y dejaba solo la razón pura, como hace Beckett en su trilogía, un autor que me parecía la cima, la culminación, el no va más. La crudeza emocional siempre me ha producido repulsión. Será una paradoja, pero odio los sentimientos».