Habitaciones de hotel

31 agosto 2025

En la habitación 205 del Chelsea Hotel, en Nueva York, el poeta Dylan Thomas se tomó 18 whiskys y se desplomó. Luego lo llevaron al hospital donde terminaría falleciendo. Era el 9 de noviembre de 1953. Antes de hincar el pico, dicen que comentó acerca de su imponente ingesta alcohólica: «Todo un récord».

En esa misma habitación, pero ya estamos en 1966, vivió la modelo Edie Sedgwick, musa de Andy Warhol y amor imposible de Bob Dylan. Bien porque no apagó una vela o porque se dejó un cigarrillo encendido, o vete tú a saber, pero lo cierto es que incendió la room.

«Me gusta remitirme a Albert Cossery. Amaba la literatura, no existía nada más sagrado en su vida, pero apenas escribía, para demostrar que había cosas más sagradas. Cada mañana en su habitación del Hotel La Louisiane (París), se levantaba a la misma hora, se tomaba dos horas para prepararse, y se sentaba a la mesa en traje, corbata y pañuelo, como quien vela un cadáver. Cuando al fin todo parecía en su sitio, incluyendo el silencio y los pasos del pasillo, escribía brevemente. Nunca redactaba más de dos frases a la semana. Creía que en literatura había que saber escapar a la llamada de las oraciones que brotan solas», escribe Juan Tallón en «Mientras haya bares».

Un día Carmen Amaya estaba paseando por Nueva York. Entró en una pescadería y compró varios kilos de sardinas. Tenía muchas ganas de comer algo español. Las asó en los somieres de su suite del hotel Waldorf Astoria. La echaron, no sólo por cocinar el pescado sino también por sus continuadas juergas Era el otoño de 1941. La gran bailaora había llegado a la ciudad con un séquito de veinticinco personas. Fumaba cuatro paquetes de Marlboro y se tomaba catorce cafés al día. Cuando regresó a España tenía problemas de riñones. Los médicos le aconsejaron que tuviera reposo. Pero ella les respondió: «Si no bailo, me muero».

«Conocí a dos gemelos alemanes de diecinueve años en un sucio hotel al que llegué atraído por su piscina semiolímpica, en el que de seis a siete de la tarde había barra libre de cerveza y whisky Lao-lao. La fiesta continuaba en la zona centro de la ciudad, abarrotada de extranjeros tomando chupitos de alcoholes baratos e inhalando el gas de la risa que descubrió el dentista Horacio Wells, que en 1844 lo empezó a utilizar como anestésico. No lo probé, pero también me reí mucho porque las carcajadas que provoca el óxido nitroso son contagiosas», dice Baltasar Montaño en «Sin billete de vuelta».

 

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