Extracto del medio de comunicación

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Pueden saltarse con toda tranquilidad este larguísimo artículo si se compran (¡y leen!) el libro Feria de Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1991). Si no, tienen ustedes —lo siento— que leerse esto, porque, aunque sea de segunda mano, hay cosas en esas páginas que no debemos dejar pasar así como así. ¿Por qué el libro es bueno? Sí, es muy bueno y, como también escribo crítica literaria en otros sitios, ya explicaré allí su uso sapientísimo del español más popular, el ritmo de su prosa, la astuta disposición de las repeticiones y la dosificación maquiavélica de la información y la elipsis; pero no hay que leerlo con tanta prisa —el libro va a quedar— por eso. Las razones de la urgente necesidad de su lectura son, como corresponde a una columna de opinión en La Gaceta de la Iberosfera, geopolíticas.

Ana Iris Simón, Natalia Ginzburg manchega, habla de su familia, o sus familias, por parte de padre, labradores y comunistas por tradición [sic]; y por parte de madre, feriantes. El contraste entre lo arraigado y lo itinerante ella lo ve más hondo. ¿Qué pueden llevarse por delante los tiempos, qué es lo permanente y qué, sobre todo, aunque los tiempos se lo puedan llevar, convendría pelear («batalla» es la última palabra de Feria) para que no se lo lleven?

Si este libro de recuerdos biográficos no es un ensayo, no será porque no tenga una densidad de ideas que ya quisiera un catedrático, sino porque su modo de pensar (y de vivir) son los relatos y porque se hace más preguntas que respuestas. Por ejemplo, esta desazón: «A veces, sin casa, sin hijos en nombre de no sé muy bien qué pero también como consecuencia de no tener en el horizonte mucho más que incertidumbre, daría mi minúsculo reino, mi estantería del Ikea y mi móvil, por una definición concisa, concreta y realista de eso que llamaban, de eso que llaman progreso».

Es una reivindicación de lo sólido que queda por debajo del proyecto líquido de la postmodernidad

Hemos adelantado que Ana Iris Simón pertenece a una estirpe de comunistas y a otra de feriantes, y tuvo un antepasado, Diego Simón, que fue carlista; y ella se toma sus linajes con la misma seriedad que les presuponemos (quizá precipitadamente) a los más rancios abolengos. El suyo lo es, porque viene de la cultura popular, de la sombra de los árboles y del amor. Hay una conciencia de clase que se alza: «No hay nada más bello que el orgullo que se permiten los humildes, porque es el que emana de las cosas importantes». También una valoración de la paternidad y de la maternidad, y antes de la masculinidad y de la feminidad, que no se la salta un postmoderno. Incluso se atreve a algo que me estremezco al reproducir: «La naturaleza y la biología existen» (p. 161). Y más aún, osa clamar contra la decadencia demográfica, pero sin cuadros Excel, en carne propia, mejor dicho, en carne viva, anhelante y esperanzada, rebelde. Deseando tener hijos a los transmitir un patrimonio histórico y moral.

La familia es lo primero, el cimiento. Aunque es un libro muy sentimental, que te pone un nudo en la garganta cada dos por tres páginas, el trasfondo es serio, seco, sacro y ritual. Descubre presencias místicas a cada paso, en la hora de la siesta o en «el mes sagrado, en el que todo acaba y empieza: el de la vendimia». La defensa que este libro hace de los rituales recuerda a la de Byung-Chul Han. Porque Ana Iris Simón sea castellano-manchega no vamos a valorarla menos que al celebérrimo coreano-alemán, si está a su altura. Ella habla de la fe, o más afinadamente, de la llamada de la fe, que va en la sangre y nace de la tierra. Por eso, puede escribir tan bien de la muerte, mirándola a los ojos, con gafas, incluso, como ya verán.

Aunque lejos de mí traerme el ascua de Feria a mi sardina confesional. Lo interesante de este libro es lo que arde: el ascua. Es una reivindicación de lo sólido que queda por debajo del proyecto líquido de la postmodernidad. El amor a España se sale por las entretelas de las entrelíneas del libro. El viaje de novios de los abuelos feriantes «consistió en recorrer España, por si no se la tenían ya lo suficientemente recorrida de feria en feria y porque la amaban y por eso querían conocerla más aún. O quizá es porque la conocían bien que la amaban». Paralelamente, en la familia de los abuelos campesinos comunistas hay una desazón por encontrarle acomodo a la patria que les brota contra la inercia de su ideología internacionalista y el peso de la historia familiar.

Ana Iris Simón es capaz de mentar a Ezra Pound por derecho; a Vox sin la recalentada retahíla de reparos; a Ramiro Ledesma Ramos, nada menos; a Léon Bloy, que decía de sí mismo que era un apestado al que acercarse no convenía a nadie; y a un carlista adolescente (y a Valle-Inclán, de paso, porque fue de los pocos que se tomaron en serio a los carlistas y, por tanto, lo hermana en un ajustado ana(iris)cronismo con Alonso Quijano). Pero eso no me permite presumir de que sea de mi cuerda, porque ella mienta otras muchas cosas; sino constatar que es capaz de ponerse el mundo por montera, yendo a lo esencial y verdadero. Y he aquí su lección de geopolítica. Hemos de celebrar lo común que nos une, lo mucho que aún alienta en el corazón de la gente, las cosas importantes que fundamentan nuestro mejor orgullo; sin permitirnos ni victimismos ni prejuicios ni un ápice de la mediocridad que, como dice la autora, rechaza todo lo que aspira a lo sublime y a lo épico.

«A los manchegos nos condenaron a ser la caricatura de España sin reconocernos siquiera como tales porque el título oficial se lo llevaron encima los andaluces», escribe en una de las escasísimas quejas de estas páginas. Yo, que tengo el título oficial con todos los sellos sin faltarme ni uno, le cedo el puesto de honor a ella con una reverencia, por auténtica y por valiente. Este libro le es necesario a usted tanto si es un pijo (para conocer a la otra España, que es la que nos va a salvar) como si usted es alguien de(l) pueblo (para reconocerse sin contorsiones). Yo, como soy las dos cosas, lo he disfrutado el doble; y, como me encanta la literatura, el triple.