La gente antigua

31 agosto 2023

Cuando el pueblo era pueblo nos despertaban los gallos de Remedios la del Ángel o de Cristo el zapatero. Había torrijas de la abuela, pan de la calle la Matanza, aceite y bacalao desmigado de los Ultramarinos Gaspar, o churros enroscados en varillas de junco que hacía una diosa madre en la puerta del mercado. Desayunábamos escuchando las campanas, la voz vertical del cielo, y al mediodía, a las dos, comíamos en la mesa de madera ancestral y ennegrecida de la cocina que daba al corral, la olla de barro siempre en el centro como un fuego primordial y protector que reunía y arraigaba, que abrigaba y creaba comunidad. La navaja sabia del abuelo repartiendo el mendrugo, las manos del abuelo moviéndose en al aire como siglos.

«Bajaremos adonde los exvotos y te explicaré lo que es un exvoto y te quedarás un rato en silencio pensando que hay que ver la gente antigua qué cosas tenía, qué cosas tiene, porque sigue habiendo, sigue existiendo la gente antigua y menos mal. Después tendré que contarte que es de esa tierra naranja de donde venimos y tendré que explicarte lo que es un pueblo y te diré como si aquello fuera una teoría irrefutable que el nuestro está atravesado por tres realidades: la ausencia total de relieve, el Quijote y el viento», escribe Ana Iris Simón en ‘Feria’.

Cuando el pueblo era pueblo llamabas a la novia desde la cabina que había junto al Banco Popular, que antes fue una fábrica donde vendían barras de hielo. Esperabas la cola y daba tiempo a imaginar, a pensar en todo lo que ibas a decirle a la novia que habías conocido en la bolera en los años del «Súper Depor». Había fuentes de agua muy fría que venía del Molino de las Monjas y no teníamos esta sequía, por dentro y por fuera. La feria se hacía en el paseo de siempre, junto a la estación, de donde salían los trenes hacia Zafarraya, muchos antes de que llegara la modernidad, mucho antes de que se profanara la alegría, la belleza y la paz interior, cuando el pueblo era pueblo y el tío Juanico vendía con sus cubos el pescado del día y con lo que ganaba se bebía sus vasillos de vino dulce en lo del Tío la Vara, cuando éramos verdad, cuando había una felicidad que no es sólo nostalgia, y nos sentíamos libres, porque sabíamos qué era la humildad, la templanza, la cortesía, la lealtad, la compasión y el amor, el amor al otro.

«La felicidad es un concepto abstracto, que se convierte en una sensación muy concreta con sólo ir en bicicleta camino del mar. Aprender a montar en bicicleta es el primer desafío de cualquier niño, la primera lección que aprende ante la futura adversidad, si no pedaleas, te caes, una enseñanza, que a su vez te concede la primera libertad. Según la doctrina zen, en el primer viaje en bicicleta estaban contenidos todos los viajes que iba a realizar uno a lo largo de la vida», dice Manuel Vicent en su libro ‘Radical libre’.

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