La luna
Cuando nos preguntan por ese olor que nos hace felices no decimos el del dinero. Ni el del interior del coche que nos dieron ayer. Ni el de aquel hotel lujoso en la city de Londres. No, cuando nos preguntan por ese olor que echaríamos de menos cuando ya no andemos por aquí contestamos cosas sencillas, intangibles, que nos conecta con lo que somos, con nuestra esencia, con nuestra naturaleza: el olor de la tierra recién mojada por la lluvia; la piel de un bebé; el café hirviendo por las mañanas; el pan tostado; el azahar; el olor a mar una tarde de verano.
«Nuestro hogar, más que cuatro muebles y un puñado de libros, son unos cuantos olores reconocibles (tantas veces asociados a nuestra infancia), inquebrantables, que llevamos siempre en nuestra memoria como llaves de un rincón secreto absolutamente nuestro», dice Jesús Terrés en «Nada importa».
Anoche me emocionó la superluna. Iba con mis «pensamientos caminados» que decía Nietzsche, y de pronto la vi asomar entre los edificios. Era tan perfecta que incluso dudé si no era un montaje de la CIA o una superproducción de Hollywood. Estamos siempre ocupados, como alertaban ya los estoicos hace 2.000 años, que ni siquiera nos paramos a ver una luna así o la magia de una noche de tormenta. Caminamos con la cara metida en el teléfono, ajenos a lo que somos, viviendo en contra de nuestra naturaleza. Ya no nos ilumina la luna sino las app. Ya no miramos a los ojos en una cena. Ya no le hablamos al de al lado sino a Siri. Ponme música Siri. Cuéntame los pasos, Siri. Dime si todavía amo el mundo, Siri.
«Thoreau proponía una vida sencilla, volver a ese estudio de la civilización donde el hombre vivía integrado con la naturaleza, en el que la persona no era la herramienta de su herramienta», escribe Jordi Soler en «Ensayos bárbaros».
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