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Entrevista con Ana Iris Simón: “El lumpen puede idealizarlo quien no ha pertenecido a él”

Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1991) debuta con Feria (Círculo de Tiza), un libro de aventuras sobre el origen y la identidad en el que habla de su familia materna y sus abuelos feriantes, pero también de su familia paterna, comunistas con un antepasado carlista. Son unas memorias familiares y un retrato de España, donde todos los contrastes son posibles: Los Chunguitos y El último de la fila, lo urbano y lo rural, pero también el humor y la muerte. Feria a veces recuerda al Almodóvar de Volver y está lleno del espíritu idealista de don Quijote. Es un libro emocionante y también un análisis generacional nada previsible.

-Feria, tu primer libro, son unas memorias familiares, ¿de dónde surge la idea?

“Feria” surge de un artículo que publiqué en VICE durante el verano de 2019 en el que entrevistaba a mis tíos y a mi madre y hablaba de mi experiencia como niña que creció en una familia de feriantes. Entonces mi amiga Jimena Marcos, que llevaba años dándome la turra con que escribiera un libro, y su jefa en Podium Podcast, Maria Jesús Espinosa, hicieron de mentoras y se lo enviaron a Eva Serrano, editora de Círculo de Tiza, que me llamó en seguida. La idea era alargar ese artículo, hablar de la feria y de los feriantes en España, de sus vidas, de su cotidianidad, que tan lejos está de todo el mundo. Pero nada más ponerme manos a la obra, murió mi abuela paterna, Mari Cruz, y en una de las visitas a Eva en la sede de la editorial le conté que me había pasado meses sin escribir por eso y que su muerte venía precedida por otra que también había sido muy dolorosa en la familia de mi padre: la de mi tío Hilario. Eva me dijo que aquello también tenía que escribirlo y fue entonces cuando me di cuenta de que la vida de los feriantes como mi familia materna no estaba contada, pero la de mi otra familia, la de gente como los Simones, tampoco estaba muy contada. Y que se podía leer buena parte de la historia reciente de España a través de ambas.

 

-Tu familia materna eran feriantes que iban de pueblo en pueblo casi la mitad del año. Eso es una circunstancia bastante peculiar, pero en el libro la mirada hacia eso no es pintoresca, ni idealizada ni tampoco condescendiente.

Si eres sincero, cuando perteneces a un determinado grupo –colectivo, como se dice ahora– y escribes sobre él, es imposible caer en la idealización. Pueden caer los que lo miran desde fuera, igual que en la estigmatización. Pero si perteneces a una realidad y una realidad te pertenece, conoces tanto sus luces como sus sombras. Y cuando la plasmas, si es de manera sincera, no puede ser de otro modo que con sus luces y sus sombras. Una de las reflexiones que hago a partir del oficio de mis abuelos es sobre el lumpen, porque de chiquitita nunca decía que mis abuelos eran feriantes para que no nos asociaran con ese mundo. El lumpen puede idealizarlo y exotizarlo –y, de hecho, así está ocurriendo– quien no ha pertenecido a él, quien no ha convivido nunca con él. O quien no es sincero con su propia realidad con alguna finalidad, ya sea esta económica, de rédito social o incluso para luchar contra ciertos prejuicios: muchas veces tratamos de negar las partes más controvertidas de una realidad –el lumpen, la multiculturalidad, etc…– porque creemos que eso contribuye a combatir los prejuicios que hay contra estas realidades. Yo, sin embargo, creo que esto es contraproducente, porque el que convive con ellas siempre va a saber la verdad, y la verdad es seguramente que no todo es negro, pero que tampoco es una arcadia feliz.

 

Al contar la historia de las dos ramas de tu familia, de alguna manera estás haciendo la memoria sentimental de España…

Siempre fui una niña muy interesada por el afuera, por el mundo, en parte por la ideología y la personalidad de mi padre, en parte porque me interesaba realmente y en parte porque desde muy niña quise ser mayor y saber de las cosas del mundo era algo de mayores. Así que los recuerdos de mi vida familiar son indisociables de lo que en cada momento estaba ocurriendo en España: pensar en la boda de la Rebeca, una de las primas de mi madre, que se celebró cuando yo tenía cinco años, es para mí pensar en la muerte de Miguel Ángel Blanco porque lo asesinaron ese mismo día. Acordarme de la primavera de sexto de primaria es acordarme del “tamayazo”, con el que me obsesioné, y pensar en mi primo Pedro de crío es pensar en que me dijo, de muy pequeños, que ETA ya no mataba, que estaba muy viejo y ahora el que mataba era Pinochet, y yo me reí de él sin saber muy bien por qué. Volver a la profesión de mis abuelos y a cómo les empezó a ir mal es inevitablemente reflexionar sobre la globalización y la incorporación de España a la Unión Europea, sobre cómo vendimos nuestra alma al diablo con ella, sobre cómo fuimos renunciando a nuestra identidad en nombre del progreso y de la modernidad y sobre cómo eso se materializó también en las casas de Ontígola, que ya no eran bajas y con zócalo y botellas de agua en las esquinas, sino chalés adosados con las puertas de madera claritas. La intrahistoria, la historia del pueblo, esa que la generación del 98 se empeñó en rescatar –hablaban incluso de ella como “la España real” en oposición a “la España oficial”– es también la historia.

 

-El libro tiene dos ejes entre los que bascula de manera muy natural, de un lado, la historia familiar, y de otro, el análisis de algunos comportamientos de tu generación. Ahí tus opiniones no son nada previsibles, van a la contra del pensamiento más visible, y por ejemplo, criticas algunos atajos reduccionistas que presuntamente son bienintencionados: por ejemplo, la nueva masculinidad, el escote para empoderarse, digamos, el espíritu que podría resumirse en “cállate, pavo”.

Esto tiene que ver con lo que mencionaba antes sobre ser sincera, en este caso con pensarme a mí misma en tanto que mujer o persona de mi generación con sinceridad: si soy sincera conmigo misma, en tanto que mujer, no puedo pensar que un escote “me empodera como fémina” y que este fenómeno es rabiosamente contemporáneo porque lo que hace es conferirme el poder que he tenido siempre, que hemos tenido siempre las mujeres, el de utilizar cuando nos conviene nuestra belleza y el deseo sexual que suscitamos. Tampoco puedo pensar, ni mucho menos, que me lo pongo “para mí misma” y no para que sea visto. De la misma forma, si soy sincera en tanto que persona de mi generación, no puedo pensar que no puedo tener hijos y que la culpa es, enteramente, del modelo económico en el que vivo, aunque ciertamente sea una jodienda y me haya hecho tener muy pocas certezas: tengo que reconocer que también tengo prioridades que no son la familia, y que he construido y proyectado mi vida dejándola en segundo o tercer plano. Si soy sincera en tanto que persona interesada en la realidad más allá de mis dogmas no se me ocurrirá caer en el “cállate, pavo”, en el “señor, suélteme del brazo” o en el “ok, boomer”, porque me sentiría ridícula construyéndome en base a mi rechazo acrítico y a brocha gorda de los otros o pensando que despreciar al que no piensa exactamente igual que yo no solo es una personalidad sino que es la más legítima.

 

-Aunque el libro tiene una localización geográfica muy concreta, que parece marcar el espíritu, en realidad tiene algo en común con todas las provincias: el deseo de estar en Madrid, como si por vivir ahí fuéramos mejores…

Crecí en un pueblo de 1.000 habitantes, Ontígola, que está en Toledo, pero el pueblo de al lado, Aranjuez, donde mi padre trabajaba y donde yo iba al colegio, ya pertenece a Madrid. Además es mucho más grande y a mí se me hacía más urbanita, con sus 50.000 habitantes, porque no había viejas que vivían en cuevas. Crecí entre lo rural y lo urbano, porque lo separaban unos pocos kilómetros. En el medio estaba –y está– La Frontera, el bar de Paquito, que es amigo de mi padre, y de un lado, para mi yo niña estaban los bárbaros, los que se salían a barrer la puerta y a cascar con la vecina, el ultramarinos de la Rocío con su luz azul para espantar las moscas. Del otro, sin embargo, había cines, cibercafés, centros comerciales y biblioteca, porque la de Ontígola la tardaron mucho en construir. En mi caso esta dicotomía entre lo rural como atrasado y bárbaro y lo urbano como civilizado y progresista es muy representativa, además, por corresponder lo rural a Toledo y lo urbano a Madrid. Pero supongo, claro, que ese sentimiento es el de muchos niños de muchas provincias, porque es derivado, al final, de la construcción del imaginario rural en los 90 en contraposición a lo urbano en la España de las rotondas, el ladrillazo y las urbanizaciones de adosados.

 

-El libro es también una reivindicación de los matices.

Algo de eso tiene, sí, pero, volviendo a la sinceridad: si eres sincero, y lo sé porque pasé mucho tiempo sin serlo, ni siquiera conmigo misma, y porque aún me cuesta y supongo que no es un camino fácil, tu lectura de la realidad y, por tanto, tus relatos, siempre tendrán matices. Y hay que amarlos, también, aunque nos trastoquen los relatos, lo que pensamos que debería ser y esa visión maniquea a través de la cual siempre es más fácil comprender la realidad.

 

Ana Iris Simón niña

-Cargas contra la idealización de lo popular-cutre, esa mirada medio irónica sobre los aros, los chándales, las uñas largas y la música de chiringuito.

Sí, contra la idealización del lumpen y su imaginario estético por parte de, como decía antes, quien nunca ha pertenecido ni convivido con él, por un lado, como signo de estatus y de ausencia de clasismo y, por el otro, por parte de quien sí lo ha hecho y quiere extraer de ello un rédito social o económico precisamente por “ser calle”. En su libro El trap Ernesto Castro tiene una reflexión que no habla directamente de este fenómeno, pero que es muy reveladora sobre lo que significa “ser real” en el género. Y, hablando de trap, el triunfo –más mediático que de público, porque Taburete o Antonio José siempre han llenado más que Yung Beef y La Zowi– del género, encontrar traperos en la portada de El País y Tentaciones, tiene mucho que ver con este fenómeno del que hablo, de puesta en valor del lumpen de manera puramente estética y totalmente acrítica.

 

No hablo, por supuesto, de apropiación de clase ni de que solo podamos escuchar Camela o Jarfaiter o llevar chándales y aros aquellos que hayamos tenido al menos un familiar como máximo en grado tres de consanguineidad en la cárcel o hayamos crecido escuchando esa música o teniendo “Jarfaiters” en clase. A lo que me refiero es a lo que implica esa fetichización acrítica de la realidad de los barrios que tanto parecen gustar a los que no han crecido en ellos y, sobre todo, del peligro de reducir en el imaginario colectivo lo popular a ciertas músicas, a ciertas estéticas y a los modos de vida que las acompañan. En primer lugar, porque no es verdad que el pueblo y los barrios sean solo eso. En segundo, porque si lo fueran serían lugares irrespirables: no todo lo popular, lo que emana del pueblo y el pueblo hace masivamente o de lo que gusta el pueblo es intrínsecamente bueno.

 

Feria se abre con la idea de que a tu edad tus padres ya tenían hijos, en medio hay una carta al hijo que aún no tienes. El asunto de los hijos planea todo el tiempo, pero de nuevo la manera de abordarlo es inesperada y a la contra: no te quejas, no te burlas, te preguntas. Dices que igual no podéis tener hijos, pero que tampoco queréis.

La de los hijos es una cuestión central en el libro porque también lo es en mi vida. Antes que nada en el mundo soy hija de la Ana Mari y de mi padre, porque fueron condición de posibilidad de todo lo demás, y antes que nada en el mundo quiero ser madre de mis hijos, que serán condición de posibilidad de que lo que la Ana Mari y mi padre son siga vivo aun cuando ellos ya no estén en este mundo. Hay gente que encuentra y basa su identidad, para con los demás pero también para consigo mismos, en lo electivo, en su trabajo, en sus talentos para con tal o cual arte, en su militancia política en tal causa o en sus insólitas ideas y opiniones. Yo la encuentro, de eso es de lo que me he dado cuenta después de muchos años, de eso es de lo que trata Feria, en lo orgánico: en la familia –la que ya está y la que está por venir–, en el municipio, en el habla, en tradición que lleva repitiéndose siglos, en la tierra en la que nací. Esa es la caída del caballo que narro y eso es lo que me reprocho a mí misma en el libro: no haber sido capaz de darme cuenta antes y haber dado tantos rodeos y tantas vueltas para acabar concluyendo que lo único que importaba, lo verdadero, las respuestas, estaban ahí antes de partir: en el cerro de la Virgen de Criptana, en las coplas que recitaban mi abuelo Gregorio y mi tío Hilario, en el corral de mis abuelos.

 

-En parte, Feria es una novela de aventuras sobre los orígenes, por eso cuentas la historia familiar, y es un libro sobre la identidad en el que explicas quién eres y por qué. Es también un libro sobre la relación entre hijos y padres, el relato de una hija que empieza a comprender a sus padres…

Uno de mis mejores amigos, Gonzalo Herrera, sin cuyas conversaciones durante horas no habría escrito este mismo libro, me decía esta semana después de terminar Feria esto mismo: que era, en parte, un libro de aventuras. Que trata, como La Odisea, sobre el regreso a casa, al hogar. Por Twitter, una persona que no conozco me envió esta cita de T. S. Eliot, también a raíz de la lectura del libro, que dice: “No dejaremos de explorar, y al final de nuestra búsqueda llegaremos a donde empezamos y conoceremos el lugar por primera vez”. De eso va Feria, porque al final estamos siempre contando las mismas historias. Es una caída del caballo y es la mía, pero también, como dice mi amigo Gonzalo, podría ser la de cualquiera: una caída del caballo en la que me planteo quién y qué soy y por qué y me doy cuenta de que llevaba mucho tiempo alejándome del “centro de gravedad permanente” al que le canta Battiato. De que me pasé mucho tiempo ignorando no ya que existiera sino que había que encontrarlo. Construyéndome y construyendo mi realidad desde fuera hacia dentro en lugar de al revés.