Los comienzos
Hay un comienzo de un libro de J. G. Ballard en el que no paro de pensar. Dice así: «Un tiempo después, sentado en la terraza mientras se comía el perro, el doctor Robert Laing reflexionó sobre los acontecimientos extraordinarios que habían tenido lugar en el interior de aquel enorme edificio de apartamentos a lo largo de los tres meses anteriores». ¿Cómo? ¿Que se estaba comiendo el qué? No era la primera vez que este escritor me dejaba medio grogui con sus inicios. En otra obra empieza de este modo: «Vaugham murió ayer en su último accidente de coche. A lo largo de nuestra amistad, ensayó su propia muerte en muchos accidentes de tráfico, pero este fue el único de verdad.»
«A mí siempre me encandilaron los comienzos, soy de esas lectoras que abren los libros en las librerías para espiar cómo cada autora resuelve esa obligación de darle a la historia su principio necesario, vital. El comienzo de una historia tiene algo de exorcismo y de encantamiento. Exorcizar el silencio, encantar a quien lee. Empezar es difícil porque hay algo solemne en la ruptura del silencio, en escuchar de pronto el sonido de la propia voz pero, hay más, debe haber más», escribe Betina González en «La obligación de ser genial».
Un día de mediados de los años 60, Gabriel García Márquez iba conduciendo para pasar un fin de semana en Acapulco. Le acompañaban su mujer Mercedes y sus dos hijos. De pronto sintió algo extraño, una especie de cataclismo espiritual «inmenso y desgarrador» que lo dejó paralizado, tanto que casi se come una vaca que se le atravesó por la carretera. «No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo», explicaba el autor de «Cien años de soledad».
«Algunos escritores, suponiendo que al lector no le gusta cansarse los ojos o el cerebro con un párrafo de treinta líneas, prefieren que el primer párrafo sea corto, de una a seis líneas. Creo que hacen bien. Thomas Mann puede escribir un párrafo sólido y muy largo en el comienzo de «La muerte en Venecia», por ejemplo, pero no todo el mundo es capaz de escribir una prosa dotada de tanta fascinación intelectual como la de Mann. Me gusta que la primera frase contenga algo que se mueva y dé impresión de acción, en vez de ser una frase como, por ejemplo, «La luz de la luna yacía quieta y líquida, sobre la pálida playa», asegura Patricia Highsmith en «Sus…pense».
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