Extracto del medio de comunicación
Javier Gómez: «Los periodistas somos un reflejo de la sociedad, no un espejo biempensante»
Charlamos largo y tendido con el periodista y presentador de Telenoticias 2 de Telemadrid, por la publicación de su ensayo La gran desilusión (Ed. Círculo de Tiza): «Nadie esperaba hace 10 días que fuese a haber algo parecido a la huelga feminista. Son protestas con mucho de visceral y emocional», comenta el comunicador, que reflexiona sobre el papel de la televisión en los medios y su papel en gestionar el desencanto social: «No puedo pasarme un informativo hablando de tuits», protesta y defiende que «hay que ser honestos, pero no timoratos»
Acostumbrado a tomar el pulso de la actualidad desde su estrado televisivo, Javier Gómez (Madrid, 1978) osa a ir más allá y a establecer el chequeo emocional a toda una sociedad con La gran desilusión (Ed.: Círculo de Tiza), un ensayo que tiene por objetivo investigar en los motivos que han llevado a nuestra generación en caer en el desencanto.
Lo hace con una prosa concienzuda pero de lectura casi urgente, con un ideario en el que se dan la vez los grandes nombres propios del pensamiento con los grandes iconos de la cultura popular. Con un título que, pese a recoger el apesadumbrado estado mental de una era, se esconde también una esperanza. O al menos, una esperanza en que aún haya lugar para la esperanza. Para los ideales frente a las expectativas.
Esa búsqueda del ideal es la misma que hizo que Gómez asumiera la tarea de enrolarse en el proyecto de una nueva Telemadrid, tal y como nos cuenta a lo largo de una extensa conversación donde, como en las páginas de su libro, aflora una mixtura de referencias sin las que no podríamos entendernos a nosotros mismos. Un diálogo que transcurre en plena resaca emocional de la huelga feminista del 8 de marzo, otro síntoma inequívoco del abatimiento patente y la ilusión latente por proyectar un nuevo Futuro.
«Si no somos capaces de darles cauce y respuesta la gran desilusión lo único que va a hacer es hincharse», apunta este interlocutor inquieto, que también tiene claro cuáles son las necesidades del periodismo (y del periodismo televisivo) para afrontar la crisis de pensamiento y salir indemne de la centrifugadora de la red. «Hay que ser honestos, pero no timoratos».
Reformulando una de las preguntas que realiza Carlos Alsina en el prólogo, ¿qué pasó con nuestra sociedad y qué te pasó a ti para que sintieras la necesidad de exponer esta Gran Desilusión?
Alsina es muy listo y me descubre un poco, porque dice que esta Gran Desilusión es en el fondo mi gran ilusión. Nunca he podido parar de hacer cosas. Nunca. Quizás no estoy muy contento con cómo soy y necesito estar contento con lo que hago, y no paro de hacer cosas.
Mi propósito periodístico ha sido siempre desconcertar. Cuando la gente me espera en un sitio, intento irme a otro. Cuando estaba en laSexta y las cosas me iban muy bien me fui a Papel y me preguntaron si estaba chalado; cuando estaba en Papel y todo iba bien y asentado, de repente me fui a Telemadrid, y la gente me volvió a decir que estaba chalado. Ahora, cuando de repente estoy en Telemadrid, sale un libro. Es mi forma de sentirme vivo y hacer cosas diferentes. Creo que este país necesita una reflexión seria y producción intelectual. Esta puede que no sea de mucha altura, pero es la mía.
Y he llegado a ella porque después de vivir muchos años en Francia y en Italia me he dado cuenta de que, independientemente de que la gente sea de izquierdas o derechas, de que tengan una posición más o menos desahogada, de que vivan en un sitio o en otro, hay problemas semejantes. Estamos en un periodo de cambio de época, como lo fue el 98, los momentos tras la gran depresión económica… Había que mirarse en el espejo. Se ha escrito mucho sobre la desilusión política, sobre la económica y cada vez más sobre la tecnológica. Y lo que he intentado modestamente es unir esos puntos, hablando también de medios de comunicación, de infelicidades personales… Creo que todos están relacionados y no se puede entender uno sin los otros.
¿Cómo encaja una manifestación tan multitudinaria como la del 8 de marzo en este relato de la Gran Desilusión? Porque estamos ante un movimiento precisamente que trasciende a lo racional y llega a lo emotivo, una de las claves de este momento, como describes en estos tiempos.
Encaja perfectamente. Son un síntoma de la desilusión, el más evidente. Sin que nadie lo esperase, hace dos semanas nos encontramos con que miles de personas mayores, sin ser convocadas por nadie, salen a la calle a protestar por sus derechos, pensando en su presente, en su pasado y en el futuro de sus nietos y sus hijos. Aquello saltó a la escena política y mediática. Nadie esperaba hace 10 días que fuese a haber algo parecido, y se monta semejante quilombo. Todas las mujeres de todas las ideologías se echan a la calle, los medios se vuelcan, y hay una gran ola de emoción.
Es una consecuencia y un síntoma evidente de que la gente tiene ganas de protestar por una sociedad que de un modo u otro no se sienten cómodos; y son protestas que tienen mucho de visceral, de emocional, de emotivo… Es exactamente lo que ocurre en estos tiempos. En otros tiempos se habría pedido una iniciativa legislativa popular, por ejemplo. Ahora no, todo funciona ahora por pulsiones.
Mi miedo es que precisamente esas pulsiones lo mismo se hinchan que se deshinchan. La cuestión es saber cómo se sostienen estas demandas. Si no somos capaces de darles cauce y respuesta -ya sean las de los pensionistas, la de las feministas, la de los jóvenes- la gran desilusión lo único que va a hacer es hincharse.
Como bien dices, marchas como esta responden a una desilusión pero también vaticinan una ilusión latente en el futuro. Algo que se desprende de la lectura.
Sin duda. La primera frase del libro es definitoria: «¿Cuándo se averió la máquina del Futuro?». Que esa máquina se haya roto significa que la gente es incapaz de proyectarse y eso afecta muy seriamente a tres sectores, los que más sufren cuando el futuro se encasilla: las clases populares, las clases medias y los jóvenes. «¿Vamos a ser más pobres que nuestros padres?», «¿No voy a progresar aunque estudie y tenga una carrera?», «¿No voy a tener hijos por no tener seguridad de tener trabajo después?»… Todos esos problemas tienen que ver con la dificultad para proyectarse en el futuro.
Vivimos en un sistema mediático y político que vive de ofrecer sueños, de darle a la gente un horizonte. Y ese horizonte se ha emborronado. Aunque el libro explique este bajón de época, quería cerrar explicando que hay que agarrarse a algo, que el mundo encesita ideales. Y o bien el sistema es capaz de ofrecerlo, o esos ideales lo van a ofrecer otros. Si el sistema no lo ofrece, lo hará el nacionalismo, u otras soluciones que seguramente nos gusten menos. Tenemos que replantearnos ahora mismo qué horizonte estamos ofreciendo a los que vienen detrás, porque quizás no es muy sexy. Nos podemos encontrar con problemas muy serios. Fíjate lo que ocurre en otros países, con esos movimientos de repliegue identitario, otros de cierto conservadurismo populista e involucionista, nacionalismos… Todo eso es la identidad que llena un hueco que ha dejado vacío el sistema democrático.
Precisamente hablando de los movimientos populistas que han llegado a política y se basan en responder a necesidades emotivas de la gente, basadas en la nostalgia por un pasado cuyo recuerdo está desvirtuado, nos encontramos también en el audiovisual con una vuelta a franquicias y series ya conocidas. Plataformas como Netflix lo han llevado a cabo recogiendo grandes productos culturales de televisión y auspiciando otros remakes y reboots… ¿Son esta clase de plataformas una respuesta populista a la televisión tradicional?
Netflix y estas plataformas son quizás son los ejemplos más modernos y flexibles del mercado, los más capaces de adaptar su demanda en virtud de lo que pida el público. No es que Netflix venga con intención de llenar el hueco de la nostalgia, sino que hay una tentación fatal por la nostalgia. En un mundo que cambia muy deprisa como este, que tiene unos horizontes poco definidos, la gente necesita cierto orden y cierta calma, y quizás por eso se suceden también ciertos fenómenos políticos. Incluso fronteras mentales, no digo ya nacionales. Eso luego se traduce en que cuando luego vas a una urna votas aquello que no ibas a votar, pero te da cierta tranquilidad; y que cuando enciendes la tele, te ocurra lo mismo.
Por supuesto que existe un agujero negro de nostalgia en las series y programas de televisión. Hay muchos que lo hacen especialmente bien, como el de Ana Pastor, como Cuéntame. En el cine, las 18 películas más vistas en los últimos 21 años tienen que ver con personajes que ya existían, con sagas, réplicas, spin-offs… Hay una mirada al pasado muy definitoria, que no es causa sino consecuencia de unos tiempos en los que la gente cree que estábamos mejor, y eso genera cariño con una época y sus personajes. La nostalgia es un valor en alza. Pero Netflix da a la gente lo que la gente busca, pero en el momento en que nos interese el futuro, nos dará futuro, y cuando nos interesen los personajes verdes, nos dará eso. Sí que nos sirve como termómetro, porque es verdad que hay una sed de nostalgia, que es el reverso al miedo al futuro que viene.
Aunque dices que no es un libro sobre periodismo, La gran desilusióntiene mucho de analítica de la profesión y los medios. Días como el 8 de marzo, también han hecho evidente la primacía en la comunicación de las redes sociales. ¿Se han quedado atrás a la hora de crear el relato social?
Los medios han perdido la oportunidad de ser la brújula de la gente en los últimos tiempos. Lo que nos encontramos ahora es la consecuencia de eso. Los que han apostado, como por ejemplo laSexta, por estar en lo que pasaba en la calle han ganado un punto de credibilidad. Pero aún así en general, en un periodo de crisis largo la gente espera que los medios les ofrezcan el camino, pero los medios estaban tan perdidos como la gente, y como los políticos y los empresarios… En el bosque, la sociedad echó mano al bolsillo pensando en que había una linterna, que teníamos que ser nosotros, pero la linterna estaba rota, sin pilas y anticuada.
Precisamente regresaste a televisión con un medio muy maltrecho, en cuanto a la imagen que tenía su público de ella. ¿Qué explica, en esta situación social, que decidieras enrolarte en el proyecto de Telemadrid?
Hay un momento en que escribo sobre cómo nos está afectando el cambiar los ideales por expectativas. El ideal, que es un bien común, de progreso general, algo que probablemente nunca alcanzarás pero hacia lo que caminas colectivamente; y la expectativa, entendido como un avance más material y personal, y de mira corta. Haberme ido a Telemadrid era mi búsqueda de un ideal.
Tenía claro que no iba a ganar más dinero de lo que ganaba, que no iba a tener la misma visibilidad. El reto era otro, una pelea de esas que libras una vez en la vida, una especialmente bonita y que hay que creerse -y yo lo hago-, que es la de devolver la dignidad a un servicio público, la de levantar una cadena que ha significado para mi región y muy ciudad, porque yo soy madrileño y de Madrid. Es mi forma de sentirme vivo y luchar por el periodismo independiente. Porque si algo me define, si me lo permites aunque sea algo ampuloso, es la independencia. Se me ha intentado encuadrar muchas veces y nunca lo conseguían. Transmitir esa independencia de juicio y esa libertad a Telemadrid era mi forma de luchar por algo y de no sentirme vacío.
Precisamente con coberturas como las que habéis estado realizando en Telemadrid de los principales acontecimientos sociales de los últimos meses, se ha recuperado el papel informativo intrínseco a la televisión. ¿Es posible volver a situar la televisión en el eje familiar y doméstico? ¿O pretender eso sería también una forma de nostalgia?
La televisión tiene un futuro inmenso. Pero lo que no puede pretender es vivir como hasta ahora. Las televisiones deberían invertir gran parte de lo que ganan en pensar cuál es el siguiente modelo. ¿Por qué? Porque ahora todo está dominado por lo audiovisual. Porque cada vez más las televisiones van a vivir más del directo, porque todo lo enlatado pasará a las plataformas. Si tienes el arma audiovisual, que es la clave, y la potencia del directo, que es la otra clave, estás donde tienes que estar. Lo que cambia es el consumo, porque cambian los hábitos sociales. Ahí sí que creo que no se va a pasar por el rito laico de sentarse delante de un púlpito que es la mesa, donde poníamos al pantocrátor que es el televisor.
Va a haber consumos más individuales, personalizados y a la carta. Por eso creo que el sistema de medición de audiencias está absolutamente desfasado. Hay que avanzar para medir la televisión, también para entenderla y producirla. Pero hay un futuro brutal, por ejemplo, para formatos de ficción más cortos y adaptados a redes sociales tanto como a una parrilla… Todo depende de los modelos de consumo, pero la materia prima la tienen.
Las nuevas formas de consumo no solo personalizan las ventanas de visionado, sino que alteran también las propias escaletas de noticias, la disposición de la información. ¿A qué desafíos o dificultades se enfrenta el periodista en televisión con este panorama tan desperdigado para ser capaz de organizar una jerarquía?
Tenemos que salirnos un poquito de esa locura. Las redes sociales son una herramienta y como tal son estupendas. Recuerdo discusiones estupidísimas. «¿Son buenas o malas?». Son un reflejo de nosotros con nuestra parte buena y nuestra parte mala. Pero en televisión no puedo pasarme un informativo hablando de lo que otros escriben en tuits. Eso me haría ir detrás en vez de delante, y además estaría utilizando un mecanismo maravilloso con mil posibilidades para reflejar unas letras escritas sobre un fondo estático. Eso me enfada mucho.
En Telemadrid estamos ahora con una apuesta estética en plató para explicar conceptos complejos en treinta y cinco segundos con efectos visuales en pantalla. La profesión debe ser pedagógica y emplear sus instrumentos, que son brutales. Hay que salirse un poco de la locura de las redes sociales, que terminan girando sobre sí mismas. El periodismo tiene una oportunidad maravillosa en el siglo XXI ofreciendo contexto. Los medios tenemos una bandera estupenda por levantar, que tiene que ver con darle instrumentos a la gente para entender el mundo en que vive y para que así tenga menos miedo al futuro.
Twitter y las redes sociales también han puesto el foco en el lenguaje, en lo que representa y en cómo se use. Hay una mayor prevención, incluso conservadurismo como lo describes en tu libro, al expresarse. ¿Cómo ha de abordar esa preocupación por el lenguaje en un medio televisivo?
Estamos en un periodo de neo Inquisición, pero esta no funciona como antes. Ahora muchas veces acabamos siendo nosotros mismos los que somos esa Inquisición: no podemos pensar esto, decir esto… Como periodistas tenemos una batalla que librar en todos los sentidos. No puedo pelear por la libertad de expresión y a la vez reducir mi lenguaje. Hay que hacer un esfuerzo por decirle a la gente cómo son las cosas.
Sobre esto hay debate y no opino que esté subido en el monte de la razón ni que los que están enfrente sean censores, pero tengo claro donde estoy. Creo que en un atentado hay que sacar las imágenes, y hay que llamar a las cosas por su nombre. Cuanto más confíes en la madurez e inteligencia de tu público, más maduro e inteligente será. No podemos tener una mirada paternalista y moralista con el público. Eso me molesta mucho. No estoy en Telemadrid para decirle a la gente lo que tiene que pensar, lo que es bueno, lo que es malo. La gente debe decidirlo por sí misma. No voy a ser, ni creo que lo haya sido nunca, grosero ni faltón. Hay que hacer un esfuerzo de servicio público por contarlo todo, pero sin limitarnos al escoger las imágenes o elegir las palabras porque caeríamos en nuestra propia trampa. Que por defender ciertas causas no podemos limar la más importante, que es la libertad de expresión.
¿Estamos quizás en un momento de incertidumbre también sobre cómo han de ser las noticias del futuro, sobre cómo es el mejor modo de transmitirlas para que el receptor las reciba?
La precaución excesiva nunca ha sido periodismo. Nunca. La precaución es de otros, nosotros tenemos que ser honestos, pero no timoratos. El mundo es como es, y hay que enseñárselo a la gente. Si a la gente le da cosa… Que se vayan a la ficción, no pasa nada. Somos un espejo de la sociedad, no un espejo biempensante que hace que la sociedad se vea guapa -que es algo de lo que hablo en el libro-, porque contribuiríamos a que la sociedad no se entienda cómo es. No puedo hacer esa intervención de la realidad, ni pintársela.
Por terminar con un toque más académico, tratando de arreglar esa máquina del Futuro. Comentas en el libro la idea de que los referentes culturales que creemos que nos definen en la actualidad no son, probablemente, los que acaben definiéndonos dentro de varias décadas. Por utilizar otra metáfora que empleas: si un venusiano llegase a nuestro planeta dentro de una generación o dos, ¿cuáles crees que serían los mejores iconos de nuestra época desilusionada? ¿Qué proyección te atreves a hacer?
No es que me escape, es imposible porque seguramente no estamos reparando en ellos. No los conocemos. Si hablamos de acontecimientos, es evidente que el 15-M marcará un antes y un después, igual que la huelga feminista se recordará durante generaciones. En cuanto a símbolos culturales, seguro que no será la última película de Los Vengadores, igual que no lo serán las series que más se vean en Telecinco, La 1 o Antena 3. Estoy convencido. Tampoco será el cantante que más venda, ni el cantante más famoso de Operación Triunfo. A lo mejor es un libro como La España vacía de Sergio del Molino, que de repente es capaz de pintar una época. Probablemente Chirbes, o cosas que escribiera Ferlosio…
La novela como el género que cuenta nuestro tiempo ha muerto. La novela de nuestros tiempos son las series y los videojuegos. Son los dos géneros de futuro, si queremos ser optimistas en lo cultural. Con eso concretamos un poco más.