Viajes a pie

29 noviembre 2023

El escritor y caminante Bruce Chatwin creía que el sedentarismo era el origen de todos los males del ser humano. Pensaba que la humanidad podía acabar con sus desdichas y pesares caminando. Su amigo Patrick Leigh Fermor, conocido como Paddy, compartía con Chatwin su amor por la caminata. Con 18 años, hastiado de Londres e incapaz de adaptarse a una vida sedentaria, hizo uno de esos viajes legendarios a pie hasta la antigua Constantinopla. Salió el 9 de diciembre de 1933. Cruzó siete países y anduvo miles de kilómetros. Llegó a su destino el 31 de diciembre de 1934. Había pasado un año y veintidós días.

«En París, la idea de pasear entre las ocho y las once de la noche por el cementerio de Père-Lachaise o por el de Montmartre, parecería ultrasingular y cadavéricamente romántica; los petimetres más valerosos se espantarían y por su parte, a las mujeres les provocaría un desvanecimiento de temor la mera propuesta de semejante paseo festivo. En Constantinopla a nadie le sorprende. El bulevar de Gand, en Pera, está situado en la cresta de la colina ocupada por el Pequeño Campo de los Muertos. Imaginaos, damas y caballeros, que sentados en verano en las escaleras de Tortoni, divisarais ante vosotros, bajo la negrura de unos cipreses, blanquearse a la luz de la luna una especie de columnas de plata truncadas, miles de cipos y de tumbas, mientras tomais un helado, charlando de amor o de otro tema», escribe el gran viajero Théophile Gautier en «Constantinopla. Eterno viaje a Ítaca».

La vida de Paddy fue singular. Después de su hazaña a pie, algo impensable en nuestro ‘pantallizado’ e inmóvil mundo de hoy, secuestró a un general alemán en Creta durante la Segunda Guerra Mundial, recorrió los lugares más remotos de Grecia a pie, en bus o en mula. Escribió libros memorables y junto a su mujer Joan descubrió un lugar especial en Grecia: Kardamili. Hasta allí se dirigió en 2009 la escritora y apátrida literaria Dolores Payás para conocer a un nonagenario Patrick. De ese encuentro surgió una amistad fascinante y eterna, de largas conversaciones y buenos tragos, que terminaría con el fallecimiento del escritor en 2011.

«El viaje de retorno consistió en una interminable serie de contratiempos. El taxista no hablaba inglés, no nos entendimos y me cobró más de la cuenta. Luego el avión salió y llegó con retraso, en Liverpool perdí el último tren y me encontré en el andén a medianoche, solo y lloviendo a mares. El siguiente tren no estaba programado hasta las seis de la mañana. A esas horas, en estos tiempos de plaga, no merecía la pena ponerse a buscar un hotel. Me senté a esperar, muy pronto estuve tiritando de frío, mi chaqueta de lino, tan útil en Andalucía, era claramente insuficiente para afrontar el clima británico. Fue una noche eterna, presidida por la incomodidad y los remordimientos. Supongo que ambos más que merecidos», escribe Payás en «Ultimate love».

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