Extracto del medio de comunicación

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Hace ya algunos años que lo más moderno en España es no avergonzarte de tus padres. Frente a la modernez de los noventa, donde nadie era de ningún sitio si podía dar a entender que era casi de Nueva York, llega esta ola de vindicación provinciana, de homenaje al origen, que ha dejado las novelas vacías de neón y afters, sustituidos por animales de granja y mangueras en verano. Ana Iris Simón nos trae en Feria (Círculo de Tiza) al pueblo llano, a la tita, a la abuela feriante de juguetes. Es todo tan español que parece exótico. Es el exotismo de la intimidad, la distancia del viaje al lugar más remoto: las propias manos.

—Tu pasado en la revista Vice enfrentado al propio libro —aunque he visto ese artículo seminal donde hablas de tu familia feriante— me hace pensar en conceptos como «ya no soy moderna» o «modernos son los demás». Tiene mucho Feria de desahogo impúdico, pero no por autobiográfico, sino por qué vidas cuentas. Algo como: éste es mi origen, para que nos vamos a engañar. ¿Cómo ha sido este salto al vacío, esta desacomplejización, (si es que la habido)? ¿Hubo un momento previo (el propio artículo que te digo) donde abriste este proceso? O: ¿en qué momento dices, hala, pues voy a escribir sobre bisutería, cutrez, pueblo y gente a la que se le regala un bonsái «y no entiende el concepto”?

«Ni en Vice ni en Telva me pidieron que me posicionara en el test de Nolan ni en el modernómetro para contratarme»

—Antes que en Vice trabajé, durante cuatro años, como redactora de estilo de vida de la revista Telva, así que he estado a sueldo de una multinacional con capital de Soros y de la que fuera la revista femenina más conservadora de nuestro país, fundada en su día por el Opus Dei. En las dos viví un ERE, lo que nos recuerda que al final son lo mismo —empresas—, en ambas me encontré con gente maravillosa y menos maravillosa, con pensamiento crítico y sin él, y en ninguna de las dos me pidieron que me posicionara en el test de Nolan ni en el modernómetro para contratarme, y menos mal. El caso es que creo que mi paso por ambas tuvo que ver con ese quitarme los complejos de encima al que te refieres, de la misma manera que tuvieron que ver ir a la universidad o estar en el 15-M en su momento. En Telva, como era la redactora de viajes, me tenían todo el día de allá para acá, probando restaurantes y hoteles por todo el mundo. Fui incluso a uno de seis estrellas, en Tailandia, que tenía un señor contratado cuya única misión era darle al botón del ascensor. Aquello era un poco ridículo, porque cuando llegaba de esos viajes a Barajas me tocaba ir hasta Nuevos Ministerios en Metro y después en la C3 a Aranjuez para dormir en el cuarto que compartía con mi hermano y mi madre, mientras mi madre ahorraba para hacer obra y que mi hermano y yo tuviésemos habitación propia. En la redacción, cuando alguien hablaba de monterías en cotos de la sierra y de “niñas ideales” como sinónimo de mujeres casaderas, a mí me parecía como de otro planeta, pero me ocurrieron cosas similares cuando entré en Vice. Recuerdo un día que, entrevistando a un grupete de chavales activistas del clima empezaron a poner en común los colegios madrileños a los que habían ido: el Ramiro, el Estudio, el Montserrat… Aquello me recordó al 15-M y a cómo fui dándome cuenta, poco a poco, de que yo no era como esa gente. El mejor amigo que me eché en mayo de 2011 tenía un padre con dos Goya en casa, pero andaba descalzo por Sol. Un día me invitó al chalé que tenía okupado en Mirasierra, que es uno de los barrios más ricos de Madrid y que tiene seguridad privada en las calles. Como no tenía agua corriente, iba a por ella a casa de sus padres, que vivían a pocas manzanas.

«Crecer y socializar en ambientes tan distintos me fue llevando a sentirme una extraña en muchos lados y en casi todos por el mismo motivo: la clase.»

Crecer y socializar en ambientes tan distintos me fue llevando a sentirme una extraña en muchos lados, y en casi todos por el mismo motivo: la clase, que no solo atañe al capital material sino también al cultural. Y creo que de ahí surge buena parte de ese quitarme de encima los complejos, de comprobar, a medida que iba creciendo, que nunca iba a encajar con nadie tanto como con mis amigos del instituto, que de críos nos escondíamos a fumar en El Hoyo, que es uno de los barrios más pobres de Aranjuez, y nos reíamos de un gitano viejo que le gritaba “Dominga puta”, alargando mucho la -a del final, a su mujer. Y que, de hecho, no me interesaba encajar en ningún otro sitio. También hizo su parte, y tiene que ver con esto anterior, quitarme de encima la vergüenza de clase. De niña (lo cuento en Feria) no decía a qué se dedicaban mis abuelos para que no pensaran que éramos unos arrabaleros, que pertenecíamos al lumpen, pero es que tampoco decía a qué se dedicaban mis padres. Contaba que eran “funcionarios”, a lo sumo “funcionarios de Correos”, no carteros. Supongo que tiene que ver con crecer viendo Médico de familia y preguntarme por qué mi colegio no tenía uniforme, por qué mi familia se parecía más a la Juani que a los que la contrataban como asistenta y por qué mi casa tenía las bombillas desnudas y toallas de propaganda en vez de blanquitas y mullidas como las que salían en los anuncios de suavizante. No es que me avergonzara de mi familia sino todo lo contrario: no entendía que, siendo tan trabajadora y tan buena, tuviéramos —o lo que es peor, fuéramos— menos que los demás.

—Tu libro se suma a los no pocos donde los autores, y sobre todo las autoras, nos cuentan su vida, sin más. Pero también me recuerda a otros como Comida y basura, de Alex Prada, de este mismo año, a ciertos intereses de Sabina Urraca (lo visceral, lo pobre) o de Jimina Sabadú (lo popular y lo cutre). Parece un revival nunca imaginado: el de lo español, para bien y para mal…

«Mentamos a España porque sorprende, porque escandaliza, incluso»

—Al final los movimientos son siempre pendulares, y es de contraponerse a la hegemonía cultural de donde surgen las vanguardias. Las nuevas tendencias lo son porque hay unas viejas de las que diferenciarse, y creo que esta vuelta a lo local, aunque se quede en lo puramente estético o en lo anecdótico, en “resignificar” a la flamenca de encima de la tele en lugar del concepto de patria, es una respuesta a décadas de culto a lo anglófilo, a la aldea global y a lo urbanita en la escena cultural. Hace unas semanas C. Tangana sacaba un videoclip que rescataba la Castilla profunda con buena parte de su “imaginario casposo”: el catolicismo, las plañideras, la rojigualda, los viejos al fresco, la pintada a mano de “SE VENDE”, el bocata en papel Albal… Rosalía lleva tiempo haciéndolo, y más tiempo aún lleva Almodóvar. Y creo que ahí está nuestro techo, el techo de esta generación que está —que estamos— echando mano de España: en que, como le ocurría y le ocurre a un precursor de quedarse de España solo con el cascarón, Almodóvar, no podemos repensarla, ni mucho menos quererla o rescatarla ni más allá de la estética ni de manera pre-irónica, sin memetizarla ni exotizarla. Cuando C. Tangana sacó aquel vídeo luego puso en Twitter el texto “El poeta y el pueblo”, de Machado, y pensé que igual es que somos una suerte de generación del 98 pero en mal, en fatal, sin profundidad alguna ni ganas de tenerla. Mentamos a España porque sorprende, porque escandaliza, incluso. Sea como sea, este echar mano de Españita más que de España, de lo antaño casposo, de lo local, en nuestros textos o en nuestros vídeos nos habla un poco también del fin de la globalización y del agotamiento del modelo del globalismo, supongo. También esto es un “repliegue identitario”, un síntoma de que necesitamos sentidos e identidad más allá del “infierno de lo igual”, aunque nos quedemos en un “solo la puntita”. Que, al final, no es tan distinto a lo que hace, por ejemplo, Vox, patriotas en todo menos en lo económico, donde no les importa el globalismo —el del mercado—. Me decía un chaval afiliado al partido que eran “la Rosalía de la política”, y tenía razón: ambos se dedican a vender una España que cabe, como decía Anguita, en una caja de zapatos, que se reduce al rojo, al gualdo y al pimentón de la mesa de Abascal.

También creo que ahora echamos mano de España en la literatura, el cine o la música porque vende e interesa, a los demás y a nosotros mismos. El humor social y la hegemonía en la opinión pública, los medios y las industrias culturales son, a día de hoy, materialistas, progresistas, mundialistas y liberales, de manera que es más revolucionario declararse católico o simplemente rescatar la imaginería cristiana como Tangana que marcarse un Abel Azcona, de la misma manera que es más rupturista volver a la tradición como hace Astur en su último libro, Pablo Und Destruktion en La bestia colmena o incluso Andrea Abreu con su Panza de burro (con el habla y la cotidianidad de su pequeño pueblo canario) que escribir el enésimo librín sobre cómo es ser mujer en Malasaña y sobre qué dicen tres académicos anglosajones de nuevo acerca de la construcción del género, o titular un libro Tokio ya no nos quiere y llenarlo de alusiones a canciones tristes en inglés y a mujeres rubias con chupas de cuero que tienen siempre los ojos tristes. Con todos mis respetos a Ray Loriga, que me gusta mucho.

—Algunos pasajes me recordaban al mejor Cela, por su sencillez y elegancia, su coloquialidad; también he visto en tu frase larga un cierto Rulfo, el de los cuentos como Macario, pues a veces parece que escribes como si fueras inocente, con mirada muy sincera, propia del niño. No sé si el estilo ha sido una preocupación, o te ha salido así sin más, o qué autores, obras, películas te inspiran o sirven de modelo.

«En Twitter, las generaciones más jóvenes no ponen comas, no yuxtaponen, todo va de golpe, todo es un caos»

—Más que una de mis preocupaciones ha sido uno de los quebraderos de cabeza de María, la correctora ortotipográfica de Círculo de Tiza, que con el trabajo que ha hecho conmigo “se tiene el cielo ganao”. El estilo vino solo, no me causó demasiados quebraderos de cabeza; me lo dio el propio libro, que por un lado tiene mucho de ese mirar como mira un niño que dices, de volver a las cosas esenciales, y por el otro, de desahogo y de echar espuma por la boca, de “condenarme”, como dicen en La Mancha, con algunos aspectos de la realidad. Al final, lo uno y lo otro me llevaban a suprimir comas, a atropellarme, a reproducir la oralidad, a la coloquialidad y a los mancheguismos. No puede ser de otra manera si hablo de mi abuela y de su vecina, la Tere, de mi prima Carolina o de mi pueblo, pero tampoco puede ser de otra manera si reproduzco monólogos hasta entonces interiores sin mucho orden ni concierto sobre la inmigración, el feminismo o la masculinidad. Igualmente, creo que esa frase larga, más que de Cela (¡ojalá!) es producto también de las redes sociales y del pensamiento hipervincular que el uso de Internet nos ha hecho desarrollar a los de mi generación. En Twitter, las generaciones más jóvenes no ponen comas, no yuxtaponen, todo va de golpe, todo es un caos. En WhatsApp tampoco es muy habitual puntuar, estamos acostumbrados a reproducir la oralidad en la escritura en todas estas aplicaciones. Y, si te fijas, muchos autores jóvenes de frase larga justificamos nuestro estilo de distintas maneras —la oralidad, que nuestros personajes son niños, que son locos, etc…—, pero creo que la realidad es mucho más prosaica, y se trata, en buena parte, de que estamos condicionados por Internet y sus lógicas no solo de escritura sino también de pensamiento. También se da el fenómeno contrario, el de las frases cortísimas y la escritura fragmentaria.Todo menos puntuar como Dios manda —canónicamente, que se diría ahora— y tener un discurso ordenado, vaya.

—Políticamente me ha parecido tu libro bastante arriesgado, con chistes como «duermo abajo y arriba España», apelaciones desinhibidas a Vox, descreimiento respecto al feminismo y a la absolución puntual de estilos musicales comerciales, como el reguetón. ¿Ser de provincias, no rica, sin raíces artísticas en la familia aboca a esta visión un tanto de izquierda profunda o clásica frente a la izquierda hoy hegemónica, con sus identidades y demás?

«A la izquierda le ha salido un ramalazo plebeyista, que no popular, y ha acabado fetichizando el lumpen»

—El chiste de arriba España, que a su vez es un meme de Internet, es de mi primo Sergio, que tiene siete años y es el niño más guapo del mundo. Siendo crío le enseñaron a decir “España mañana será republicana y, si es lista, comunista”, así que sabe desde bien pequeño que lo de España es un tema. La frase de “toda mujer ama a un fascista” es de Sylvia Plath, de su poema “Daddy”. En realidad es “adora”, pero como siempre la digo mal, la puse también mal en el libro. La de que Jesucristo fue el primer comunista es de mi madre, de la Ana Mari, pero no está muy lejos de la última encíclica del Papa Francisco. Dice, entre otras cosas, que “en los primeros siglos de la fe cristiana, varios sabios desarrollaron un sentido universal en su reflexión sobre el destino común de los bienes creados. Esto llevaba a pensar que si alguien no tiene lo suficiente para vivir con dignidad se debe a que otro se lo está quedando”. Pero, yendo al meollo de la cuestión, más que ser de provincias, pobre o sin raíces artísticas —que también, por eso de darme cuenta de que no era como los chavales del 15-M— creo que lo que ha hecho que tenga algunas posturas distintas respecto a la izquierda colorín de la que hablas ha sido darme cuenta de cómo se empezaban a fetichizar algunas realidades con las que había convivido o de las que formaba parte. Y de las que había visto las luces, pero también las sombras, su complejidad. Siempre ocurre: los sistemas ideológicos idealizan cada cual a su sujeto revolucionario. La democracia al pueblo, el feminismo a la mujer, el socialismo a la clase obrera, el nacionalismo la nación… Y, en estos últimos años, a la izquierda le ha salido un ramalazo plebeyista, que no popular, y ha acabado fetichizando el lumpen y algunas cosas relacionadas con él, así que tenemos los barrios del centro llenos de creativos publicitarios ya talluditos que visten como chavales de dieciocho, dicen que echan mucho de menos a Carmena y escuchan música que habla de “josear”, a Camela en la portada del Tentaciones, a Yung Beef en la de El País Semanal y a Sálvame como el katejon antifascista, según algunos doctorandos de Twitter. Me paso yo media vida escondiendo que mis abuelos eran feriantes para ser como esos creativos y esos doctorandos y fingiendo que mi familia era como las suyas, y ahora resulta que mola ser plebeyo, escuchar a Manzanita y vocear mucho.

—También tiene tu libro, siendo como eres de los 90, un punto de nostalgia algo anticipada, con ideas como ésta: «La decadencia de Occidente era pedir por Aliexpress veinte tapones para la bañera porque están a cincuenta céntimos la unidad en lugar de bajar a los veinte duros a comprar uno.» ¿El mundo actual es peor que el del siglo XX, finales del XX?

«Para parte de mi generación, los boomers son, a la par, objeto de burla y culpables»

—El mundo actual es peor que el de finales del XX, sí, pero al final es su consecuencia; de aquellos barros, estos lodos. Y tengo cierta nostalgia, sí, pero también sé que mucho de lo malo que tenemos ahora viene de ahí. Para parte de mi generación, los boomers son, a la par, objeto de burla y culpables, la “generación Langosta”, los que arramblaron con todo y lo dejaron patas arriba, los que hipotecaron nuestro futuro en nombre de la modernidad en su sentido más coloquial (¡hay que modernizar España, hay que ser europeos!), los que sacralizaron la democracia y la libertad primero para vaciarlas de sentido después. Sobre lo que hemos perdido, supongo que muchas cosas: el estado del bienestar en lo material, y en lo espiritual no ya el sentido sino la voluntad de encontrarlo. También hemos perdido algunos —otros no, y siguen en esa huida hacia delante— la confianza en eso que se convino en llamar “el progreso” y que en el siglo XX era un horizonte y ha acabado siendo un precipicio. Esta semana leía Mero cristianismo, de C. S. Lewis, y dice lo siguiente: “A todos nos gusta el progreso. Pero el progreso significa acercarse más al lugar donde se quiere estar. Y si os habéis desviado del camino, avanzar hacia delante no os acercará más a él. Si estáis en el camino equivocado, el progreso significa dar un giro de ciento ochenta grados y volver al camino correcto, y en este caso, el hombre que se vuelve antes es el más progresista”. Pero, ¿volver a dónde? ¿Cuándo se empezó a torcer todo? Esa es la cuestión, la Retropía de la que habla Bauman en su libro póstumo. Bernabé piensa que en el siglo XX, otros pensarán que con la Revolución Francesa y la Ilustración, y hay quien tira incluso más atrás: mi novio opina que en el siglo XIII, mi amigo Gonzalo cree que fue la aparición del cristianismo lo que mandó todo al traste, y mi amiga Cynthia que cuando decidimos hacernos cazadores recolectores.

EXTRACTO DE FERIA

Cuando más me gustaba la feria era por la tarde. Los puestos empezaban a abrir y los ruidos metálicos de los cierres se mezclaban con las primeras frases del de la Tómbola, “y otra chochona, y otra chochona, si quiere la chochona le damos la chochona”. Mi abuelo Gregorio le daba a las cajas de juegos de té de plástico o a las muñecas con el trapo en la mano y el cigarro en la boca mientras le decía a algún crío, sin quitarse el Bisonte de entre los labios, “llora un poco, hombre, llora que si no lloras no te van a comprar ná”.

Los luminosos de las atracciones se encendían sin que fuera necesario porque aún había sol, los de las berenjenas de Almagro empezaba a colocar las tinajas y el del carrito de Torre del Campo que llevaba gusanitos naranjas y chucherías y trozos de coco encendía los chorretes que los regaban para que no se quedaran secos. Entonces yo, que olía mucho a Nenuco porque mi abuela María Solo me había peinado con Nenuco en vez de con agua sentía que era de la feria, que la feria me pertenecía y yo pertenecía a la feria porque sabía cómo se ponía en marcha, como era cuando nadie la veía. Siempre es así, supongo: para sentir que uno pertenece a algo o a alguien o que algo o alguien le pertenece a uno es necesario no solo conocer sino entender sus tramoyas.

Como había aún poca gente podía irme sola a donde las pistas americanas, que era mi atracción favorita, una especie de yinkana con una piscina de bolas en un lado, un palo de los de los bomberos en otro y un suelo de colchoneta de plástico que a esas horas a veces quemaba. Siempre olía un poco a pies porque había que subirse sin zapatillas y el verano que me regalaron las de plataforma, unas deportivas de terciopelo azul con la suela muy gorda y que a mí me parecían de mayor me pasaba los quince minutos que transcurrían entre que entraba a las pistas americanas y el dueño tocaba el pito para que saliéramos mirándolas de reojo mientras me tiraba por los toboganes o me enganchaba de las cuerdas, no me las fueran a sisar.

Ahora cuando paso por una feria siempre me fijo en ellas, en las pistas americanas, que tienen menos sentido que nunca porque desde hace décadas hay parques de ese tipo en cada pueblo y en cada ciudad y pienso en que menos mal que la María Solo murió antes de que se multiplicaran como setas. Igual cuando más me gustaba la feria era a primera hora porque siempre sentí que había llegado tarde a ella, cuando se intuía que su brillo se apagaría pronto, cuando la olla y el Gusano loco se habían empezado a oxidar y la gente ya no esperaba impaciente San Lorenzo o la Virgen del Rosario o la fiesta patronal que tocara para comprarse un ato nuevo y pasearlo por el ferial sino para irse de vacaciones al Levante primero y a alguna capital europea después.

Feria, pp. 115-116.