Extracto del medio de comunicación
Jorge Bustos: “El columnismo es como el Madrid: cuanto más lo atacan, más se impone”
Ha llegado lejos en el periodismo sin claudicar ante los dogmas del maniqueísmo imperante ni tomar como objeto de culto el esnobismo estético de la cultura de moda. Aun conociendo sus epicentros, bordeando sus núcleos. Un riesgo que suma mérito y coherencia a su propuesta, ¿o no es tan dogmático el que abraza un precepto sin condición como aquel que piensa en que bajo tal sesgo todos son iguales, y renuncia a la compañía? Jorge Bustos (Madrid, 1982) es un tipo tan desclasado y complejo que puede permitirse el lujo de triunfar en la página de la prensa nacional con lectores, que no es lo mismo que hacerlo con seguidores, o con palmeros. Una cultura poco común en su generación y una mirada original con la que abordar el diario de España son las claves de su personalidad. Una personalidad cuyo estilo incorpora lo mejor del ensayismo y del articulismo español. Y europeo. Occidental, vaya. De Steiner a Camba.
Bustos acaba de publicar, aunque escrito con diez años de antelación, Crónicas biliares –editorial Círculo de Tiza-, una recopilación de breves divagaciones, ensayos, reflexiones sobre sus circunstancias, con una caótica unidad de relación temática entre ellos. El estilo, algo más ampuloso del que ofrece en sus columnas de El Mundo, o el de aquellas lejanas crónicas y extensos artículos de Zoom News, Jot Down o Revista de Libros, acaso sorprenda al lector habitual. No es defecto o inconveniente, aunque la forma varía respecto del Bustos de hoy, el fondo se mantiene idéntico: depuración y voluntad de estilo en la elaboración de la prosa y fino pensamiento en su envoltorio.
Con Bustos no se habla, se conversa, y a pesar de que no somos primerizos en el asunto, el respeto se impone. También la certeza de saber que cualquier respuesta generará ironía, sapiencia, gusto, agudeza: un buen rato para el lector. “Lo que no puede uno ser, si es que ama la placidez, es periodista, porque a todos les gusta matar al mensajero”, escribe Jorge Bustos en una de las páginas de Crónicas biliares. Y con el ánimo de rechazar la comodidad, con ganas de que maten al mensajero, nos acercamos a su encuentro.
–Este libro lo escribiste a los veinticinco y lo publicas metido ya en la treintena. ¿Te reconoces en sus páginas?
–Ese ha sido el reto. Desempolvarlo, releerlo y podarlo para adaptarlo a mi yo actual, pero con dos premisas: no añadir nada y respetar mi voz de entonces. Eso supuso preservar algunas páginas que no me representan, ni por pensamiento ni por estilo. Pero también descubrí que, en algunos aspectos, yo era mucho mejor que ahora. Ha sido un ejercicio inquietante, a veces claustrofóbico, a veces entusiasta.
–Pueden darse dos opciones: o que naciste viejoven o que no has madurado desde entonces. Creo que es lo primero. Y que presumes de ello.
–Un viejoven está exonerado del deber de madurar, de modo que la primera opción excluye la segunda. Y sí, yo fui educado para prescindir de las vergonzantes gilipolleces de la adolescencia. Y lo hice. Luego he ido conciliando, como Benjamin Button.
–Pero el lector de Jorge Bustos verá un estilo más acusado, más torrencial que el de las páginas de El Mundo. ¿El derroche verbal y la buscada complejidad de la sintaxis son rasgos que avisan, en contra de lo que podemos suponer, de que estamos ante un principiante?
–Es verdad que el barroquismo es la primera deficiencia del escritor novel. Pero este libro, en realidad, llegaba ya tras muchas tentativas: esta vez tenía un plan, una idea, un estilo. De ahí la unidad de unos contenidos deliberadamente caóticos. Fue un grito de rebeldía, de reivindicación clandestina, pero un grito planificado.
–Demostrar, de manera pretenciosa, las capacidades. Aunque, desde esa intención, renunciemos a un estilo más depurado, por tanto, más logrado. O al menos trabajado. Es una paradoja de los autores jóvenes.
–Es que el manuscrito no fue escrito para ser publicado. Yo estaba en mi laboratorio de palabras, enriqueciendo uranio verbal, a ver hasta dónde podía subir el hongo explosivo. Cuando se lo pasé a Eva, la temeraria editora de Círculo de Tiza, di por hecho que me dejaría de pedir cosas, aterrorizada. Pero es más valiente aún de lo que parece.
–Y entre tanto, en los años en que elaboraste este libro, te mudabas de la filología al periodismo. ¿Qué te llevaste de una casa a otra? ¿Y qué crees oportuno llevarte? El periodismo tiene mucho de isla desierta en la que un día naufragas y tienes que sobrevivir.
–Me fui de la filología porque me parecía un quehacer forense, propio de eruditos acomplejados. Yo quería algo más de aventura. Pero al llegar al periodismo descubrí que es un oficio de hiperactivos ignorantes. Así que siempre me consideré desclasado, demasiado mundano para la filología y demasiado pedante para el periodismo. Ahora he alcanzado una cierta paz interior en el ojo de un ciclón disparatado de tertulias, sesiones parlamentarias y partidos de fútbol.
–Contempla el lector, desde hace unas semanas, un interesante debate en torno al periodismo de investigación, sobre los modos de sustraer información y si estos son, da igual el cómo los consigas, legítimos. Arcadi Espada aportó argumentos al debate en El Mundo, periódico que se vio en este asunto afectado por una serie de hechos que seguro conoces. ¿Cuáles son los modos que Jorge Bustos considera adecuados para tomar información que es, en principio, confidencial, como en cualquier investigación?
–Partes del verbo equivocado: en el periodismo de investigación uno no sustrae ni toma absolutamente nada nunca jamás. No ejerces un papel activo, sino pasivo. Uno se limita a tener el buzón abierto y a cultivar fuentes, y un día esas fuentes te dejan un paquete en el buzón. Entonces debes chequearlo, y una vez constatada su veracidad y acreditado su interés público, debes publicarlo, aunque su origen sea la gaveta de un abogado descuidado. Así ha sido siempre y así ha de ser. Toda información relevante procede de sitios oscuros y métodos cuestionables; la que procede de lugares limpios y transparentes no es relevante. Y mi periódico siempre ha sido clamorosamente partidario de la relevancia.
–¿El periodismo, por tanto, casa mejor con la ontología o con la deontología?
–Se puede decir así. Todos los grupos humanos se obsesionan con aquello que tienen prohibido o cuya transgresión los atormenta. Un filósofo con el ser; un periodista con el deber ser.
–Para ser buen maestro en el oficio, ¿hay que tomar las palabras de H. S. Thompson, sentir, como él dijo, un sano desprecio por la profesión?
–Es absolutamente fundamental. Humanamente, porque no hay nada más ridículo que un periodista poniéndose solemne, siendo así que su oficio puede aprenderlo a la perfección un portero de discoteca espabilado. Y estéticamente, porque esa distancia mejorará siempre el punto de vista narrativo de tus piezas.
–Bueno, y Faulkner decía que la mejor ficción es mucho más verdadera que cualquier tipo de periodismo.
–Pero se refería a la dimensión epistemológica de la novela, que es una forma de conocimiento que opera por empatía, por imaginación. Te lleva a experiencias hondas y sentimientos reales mediante historias inventadas. La verdad del periodismo no es epistémica sino fáctica: es contar lo que ha sucedido, no lo que podría suceder.
–¿La debacle del periodismo estuvo presente antes de que llegara la crisis y los ingresos de la publicidad disminuyeran? Si se incubaba en las redacciones, para entendernos.
–Si te refieres a la pérdida de nivel intelectual de los periodistas, me temo que sucede también entre los profesores o los historiadores o los abogados. Tiene que ver con la revolución tecnológica, con las nuevas formas de ocio que amenazan el paradigma humanista de la lectura y reducen la cultura media del sujeto pretendidamente alfabetizado. En cuanto a la crisis específica del oficio, se trata de un ajuste trágico pero puramente industrial, muy propio de la destrucción creativa en que se basa el capitalismo. Se inventará un modo de rentabilizar la producción de noticias y opiniones por parte de un gremio más reducido pero más preparado. Selección natural, oferta y demanda. Lo de siempre desde los fenicios.
–¿Cómo se salvan los medios? ¿Cómo se hace más periodismo?
–Cuando empezamos a pensar en cómo salvar el periodismo es cuando lo jodemos del todo. Igual que cuando un revolucionario empieza a pensar en salvarte: puedes dar tu cuello por cortado. Hay que hacer lo de siempre: estudiar, leer, estar donde se produce la noticia, contarla bajo la única presión de tu conciencia. Y escribir un poquito bien. Con eso llegamos bien al 2050 y más allá.
–¿Y un ojo en el SEO y otro en Chaves Nogales? Los chavales de hoy día –y sus jefes– están más obsesionados en lo primero que en lo segundo.
–Pero yo he conocido chavales de diecisiete años que echan el verano leyendo a Homero. Y tienen Twitter y van al gimnasio, ojo, no están encerrados en la abadía de El nombre de la rosa. Chaves, por lo demás, hoy repetiría a menudo entre las diez piezas más vistas de la web. Porque cuando uno se pasa la vida pensando que la gente en general es imbécil, luego descubre que a lo mejor el imbécil es él. Que al último poligonero también le gusta el caviar, aunque no sepa explicar por qué.
–¿Qué función, por tanto, cumple el humanismo –el pensamiento, la literatura– en los periódicos?
–Eso es como preguntar qué coño pinta la levadura en el pan. El Omega 3 en el yogur. Los músculos en Cristiano Ronaldo.
–¿Una persona que no lee es una persona incompleta?
–Hay mucha gente que vive su vida y muere sin leer, sin pisar El Prado, sin acostarse con una modelo, sin tirarse por el tobogán del Aquapark. Es una opción que yo respeto. Pero hay que intentar que no suceda.
–¿Le interesa a la derecha liberal y conservadora la cultura? Si es así, lo disimulan muy bien. Incluso con grandes pensadores en su corriente.
–La cultura en España ha sido tradicionalmente instrumental. Lo es siempre, pero aquí funciona como instrumento bélico: se lee en defensa propia y para acopiar munición contra el enemigo. La derecha leerá a Chesterton para afianzar sus prejuicios y la izquierda hace lo mismo con su Gramsci. Eso me parece normal aunque deficiente, porque deberían probar a leer al santón del adversario para no pensar como un hemipléjico de por vida y para experimentar ese placer tan sofisticado que consiste en paladear la inteligencia de tu oponente. Luego están los pijos, que es el colectivo por el que tú preguntas y que lee cosas como manuales de golf y revistas de fondos de inversión. Yo prefiero Mein Kampf, sinceramente.
–¿Y la izquierda se apropia de su mito?
–Hay una izquierda mítica, que sigue deseando la lucha de clases y el paraíso obrero y la revolución pendiente; y hay una derecha mítica que sigue añorando clan, parroquia y leyes viejas, al pan pan y al vino vino. Ambos nostálgicos creen en algo que nunca existió ni puede existir, porque el desorden social y la libertad humana son irreductibles fuera de la tiranía. La izquierda, por la que me preguntas, se cree más culta, pero se llevaría una sorpresa si pasase un día entero junto a alguno de sus idolatrados poetas del pueblo, que suelen ser los más reaccionarios y misantrópicos de entre los hombres.
–¿La música de Bach se podrá, en algún momento, comparar a la de Madonna?
–Bueno, le han dado el Nobel a Dylan. La confusión entre alta cultura y cultura pop es un signo básico de la sociedad de masas. Para tararear a Madonna basta una canción oída una vez: la gratificación es inmediata, no está mal, no hay que quemar a doña Madonna de momento. Encerrarse en una capilla barroca donde se interpreta una cantata en un órgano del siglo XVIII procura una clase de experiencia muy distinta: exige una mayor paciencia de la sensibilidad, pero cuando se alcanza, el placer espiritual que se obtiene no es comparable. Y nunca lo será.
–Pero la cultura pop es la que hoy, y desde hace lustros, predomina en el panorama.
–No es cuestión de cantidad, sino de calidad. También predominan las franquicias de hamburguesas, pero a poco dinero y paladar que reúna uno se busca el modo de comer mejor.
–¿Murió el concepto de trascendencia en el arte durante el siglo XX? Y de este modo la definición misma del arte. No sé, Duchamp y su urinario, por ejemplo.
–No, no. Uno puede ser crítico con las mamarrachadas de ARCO, pero incluso un probo viejoven como yo escribió una apología de Jeff Koons en El Mundo. Un profesor que tuve en Filología explicaba la historia de la música, desde el gregoriano hasta el dodecafonismo, con una fórmula que se me quedó grabada: la historia de la música es la conquista de la disonancia. Es decir, el esfuerzo de la creatividad humana por acondicionar el oído a sonidos que no se consideraban musicales. La vanguardia más desorejada acaba integrada en el canon si sabe pulsar algo nuevo y valioso de la condición humana, y así es como avanza el arte. Con su urinario Duchamp intentaba decir algo pertinente, desautomatizar la expresión museística convencional, y eso tiene valor. Pero si se hubiera dedicado solo a meter meaderos en galerías no figuraría en los manuales como el genio que es: antes descompuso la figura humana en su Desnudo bajando la escalera, que es una composición muy medida, una genial visión de cine y cubismo.
–¿El columnismo tiende a desaparecer? Aunque está tremendamente denostado en las facultades de Periodismo, los datos demuestran lo contrario: cada vez hay más plumas elevando el vuelo del género. Y con lectores. Lectores que leen a los que predican que el columnismo está acabado. Que suelen ser columnistas. Un lío, vaya.
–Hombre, espero que el columnismo no sea leído solo por columnistas. Se diría que el columnismo es como el Madrid: cuanto más lo atacan, más se impone. Cada obituario a cargo de los eunucos de verbo copulativo lo refuerza.
–¿Hay algo por hacer en las artes liberales? Aclaremos el término: en la música, en la literatura, en la pintura. Que con ese apelativo, el furibundo despistado, puede pensar que estamos hablando de Hayek o de Friedman.
–Hay por hacer, claro. Otra cosa es competir con los viejos maestros en su terreno: eso no creo ya que esté a nuestro alcance. Las artes plásticas no van a dar otro Velázquez, ni la poesía otro Goethe, ni la música otro Wagner. Pero es absurdo pensar que dejaremos de expresarnos mediante metáforas universales, aunque en el futuro se confeccionen con unas gafas 3D inteligentes.
–¿Es bueno vivir instalado en el prejuicio?
–Recuerdo una frase de Gadamer con la que me gustaba epatar: “Con los prejuicios hay que tener mucho cuidado, sobre todo porque les pertenecemos”. Parecía decir que siempre hay una verdad en el hueso de un prejuicio; el problema es la corteza radiactiva que lo rodea. O viceversa.
–¿Cómo puede triunfar un periodista en España sin caer ni aprovecharse –hay quien se viste un personaje sabiendo que va a gustar a una masa adocenada– en el prejuicio?
–Cuanto más tiempo estoy en esto, más me doy cuenta de la inteligencia a largo plazo del público. Se le puede engañar un tiempo, pero si no le das algo valioso por ti mismo te abandonarán. Hay muchos caminos para triunfar en periodismo, desde la sumisión a un partido hasta el abuso del adjetivo sin idea; solo hay uno que lleve lejos, y es el de la mirada independiente y el estilo propio. El reto es forjarlos y no dejar de enriquecerlos.
–Rescatando palabras de Pla: ¿es usted en sus escritos disgustado y frenético o resignado y tranquilo?
–Esa era su famosa teoría de la propina: pensar que esto es un valle de lágrimas corregido por un sistema de propinas tranquiliza mucho, porque en vez de desgañitarnos exigiendo derechos propios de Utopía, tratamos de salir adelante por nuestros medios y recibimos como un regalo inopinado las buenas noticias. Me parece una filosofía de un epicureísmo muy sensato.
–¿Tiene Jorge Bustos nostalgia del absoluto?
–Solo cuando estoy entre relativistas. Cuando estoy entre absolutistas, huyo a la frivolidad más cercana.
–Para ser un buen cronista, qué hay que dejar atrás: ¿la verdad o la caridad?
–La maldita tendencia a comprender a otros seres de la especie, que lo son aunque ocupen escaño.
–¿Y para ser parlamentario?
–El escrúpulo con el rival. Y con las dietas.
–Entonces, acaso el pensamiento débil construya el consenso político. Hacerse el tonto salva la democracia.
–La democracia es un marco, nada más pero nada menos. Puede aceptar a un partido teocrático suní, pero si este vence en las urnas, a continuación se acaba la democracia. En España somos más amantes del conflicto que del consenso, pero el primero a menudo es una rémora de narcisos esencialistas, mientras que el segundo apela a la ética.