Extracto del medio de comunicación

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Pedro García Cuartango: «España es cualquier cosa menos un país mediocre»

En medio del fragor del periodismo, Pedro García Cuartango (Miranda de Ebro, 1955) ha ido dibujando con cada artículo el mapa de una isla –parece una leyenda– que estaba perdida en algún rincón de las redacciones de los periódicos en los que ha trabajado. Ese mapa del tesoro tiene ya forma de libro: «Elogio de la quietud» (Círculo de Tiza), en el que el veterano periodista, que estudió filosofía en el París de los setenta, hace recuento de viajes, lecturas y otros deslumbramientos juveniles mientras analiza la política, la sociedad o la cultura. Cuartango nació junto al río Ebro y una estación de tren y por eso escribir y leer desde la quietud ha sido su manera de comprender el mundo en perpetuo movimiento.

Es un lector voraz. Da igual que escriba un comentario sobre el juicio por sedición a los independentistas, la historia de un espía o una columna de opinión en ABC: en la base de sus textos siempre hallamos un libro y la contemplación del pasado que ayudan a entender los hechos del presente. Tal exceso de lectura nunca le ha llevado al dislate quijotesco, sino a la lucidez pausada de los viejos filósofos. Pero las horas y las páginas leídas sí le han dejado en la frente al menos un mechón que recuerda al Caballero de la Triste Figura. El libro está dedicado a David Gistau, el periodista recientemente fallecido: «Cuando lo di a la imprenta David ya estaba en coma, se lo dediqué esperando que algún día lo leyese, pero no ha podido ser», lamenta.

—Publica un «Elogio de la quietud» con la que está cayendo…

—Más que nunca, en estos tiempos agitados, en una sociedad tan volátil, tiene sentido reflexionar sobre la quietud, que es otra forma de ver el mundo.

—¿Es paradójico que para un periodista la melancolía sea su motor?

—Soy una persona nostálgica con tendencia mirar mucho hacia el pasado. Como decía el poeta nuestra verdadera patria es la infancia. Y tengo una verdadera obsesión por la idea proustiana del tiempo perdido y recuperado. Pero también estoy inserto en el presente. Soy periodista, mi ámbito natural es una redacción. Me gusta mucho seguir la actualidad y no veo contradictoria mi pasión por el presente con la nostalgia.

—¿El periodismo es para usted también una lectura del mundo?

—Sí. Es que hay muchas similitudes entre la filosofía, la literatura y el periodismo. Las tres disciplinas confluyen en la búsqueda de la verdad, del sentido. El periodismo ha sido para mí una prolongación de la actividad filosófica.

—Reivindica el pasado del periodismo.

—Lo dije en una reunión y me miraron como si estuviera loco. El periódico tiene que volver a ser un gran proyecto intelectual. Buscar firmas, como en la época de Azorín, Ortega, Unamuno… Hay que volver al periodismo interpretativo de comienzos del siglo XX. Ese es el futuro, la única forma de competir con las redes sociales y los medios electrónicos. Es fácil de decir y difícil de hacer.

—Hablar de Unamuno en una España tan polarizada…

—Me parece necesario. Sobra polarización, cainismo, sectarismo y falta ponderación, una mirada crítica sobre la realidad y sobre todo independencia. La voz de Unamuno sería hoy más necesaria que nunca en la sociedad en la que vivimos. Es un personaje poliédrico, se equivocó en muchas cosas pero siempre dijo lo que pensaba. Hoy es imposible. Porque la sinceridad te exige pagar un alto precio.

—¿Huele a años treinta?

—Hemos vuelto a un enfrentamiento en el sector político que creíamos superado durante la Transición, que fue una especie de milagro en la historia de España. Y hay un fenómeno que me preocupa: ese intento de la izquierda de arrogarse una superioridad moral y deslegitimar a la oposición, no pugnar con argumentos, debate ideológico, incluso con políticas, sino deslegitimarles moralmente, no concederles el derecho de participar en la vida política por el mero hecho de que son de derechas.

—Pérez-Reverte escribía que los libros que tenemos y no leeremos nos definen tanto como los que hemos leído.

—Borges tiene un poema precioso en el que se lamenta de los libros que no podrá leer. Tengo cuarenta encima la mesa, y sé que treinta no podré leerlos.

—De los que no leerá nunca. ¿Cuál es su favorito?

—Pues me gustaría leer la Biblia despacio, en profundidad. Yo tuve formación católica pero nunca la he leído reflexionando, con espíritu crítico, de un tirón. Es un libro muy importante que probablemente no leeré.

—¿Ha mejorado la cultura en España?

—Tenemos un país con enorme patrimonio cultural. España ha dado grandes pintores, como Velázquez y Goya; y grandes escritores, desde Cervantes a Clarín, pasando por Baroja. Tenemos una historia fascinante, muy dolorosa pero fascinante. España es cualquier cosa menos un país mediocre. Tenemos que conocerlo y recuperarlo. No tenemos que tener complejo de inferioridad.

—Da la impresión con tanta polarización de que hay dos historias, dos culturas, dos patrimonios.

—Eso no tendría que ser una objeción. Hay mil visiones de la historia. El error del Gobierno de Sánchez o de Zapatero es ese: crear una historia unívoca, como si sólo hubiera una historia. Cada mirada suma, no es un problema. Crear una historia unívoca es un gran error de la izquierda. La historia es plural.

—Más que error parece estrategia.

—Sí, claro. No soy tan ingenuo. Con fines políticos. Al final será gesto estéril.

—¿Qué le dice la memoria de Proust a la memoria histórica?

—La historia de Proust es la de la memoria personal. Se encierra en una habitación acolchada en los últimos años de su vida para escribir su historia, pero escribe la de Francia de finales del XIX, un país dividido entre valores conservadores y monárquicos y el republicanismo radical laico. Proust, Balzac o Stendhal son una manera de acercarte a la historia de Francia. Siempre desde lo personal o particular se va a lo colectivo y general. No podemos entender lo universal sin atender lo particular. No podemos entender el drama del estallido de la Guerra Civil de 1936 si no entendemos las condiciones sociales de la II República.

—Ahora eso es un tabú. Hay quien dice que acabará siendo delito disentir…

—Eso es una versión maniquea de buenos y malos. Pero falsa. En mi familia había personas de los dos bandos. La guerra fue un drama, civil, donde se mataron familias, a veces por cuestiones egoístas. Si no entendemos que eso lo hubo en los dos bandos no entendemos nada. Es pueril intentar reescribir la historia en plan buenos y malos como quieren en Podemos.

—Recomiende un libro concreto a nuestros líderes políticos.

—Déjeme pensar… Sí, la biografía de Churchill, de Andrew Roberts, a todos los políticos. Es prodigioso porque es un ejemplo de cómo la historia a veces depende de factores personales, de cómo los individuos tienen capacidad para cambiar la historia. ¿Cómo habría sido el desenlace de la II Guerra Mundial si Churchill no hubiera decidido resistir? Si no se hubiera negado a la política de apaciguamiento en junio de 1940. No, él fue a la Cámara y dijo «sangre, sudor y lágrimas» y cambió el curso de la historia. Que lo lean y sabrán que el futuro está en nuestras manos.

—Da miedo que algunos sepan que pueden cambiar las historia en estos tiempos de extremismo y selfi.

—¿Por qué? Decidimos todo el rato. Estoy convencido de lo que Sartre dice que el hombre es un ser condenado a la libertad. Incluso no hacer nada es un ejercicio de libertad.

—¿La libertad es lo más importante?

—Es una condena, pero es lo más importante. Eres libre de hacer el bien o el mal. Eso tiene muchas consecuencias. De eso no hablan en la vida política.

—¿Es usted pesimista?

—Pesimista activo. Tengo una visión pesimista del mundo, pero no lo acepto, intento luchar para cambiarlo. No soy conformista. Hay que luchar.

—Como el Mirandés y con esperanza.

—Lo del Mirandés es una demostración de que los milagros son posibles. Como he escrito en ABC, nací en la Charca en una familia ferroviaria y eso comportaba ser del Mirandés.

—«La patria es la infancia». ¿Volvería?

—Si pudiera sí. ¡Hombre, claro!

—A cometer los mismos errores…

—Yo fui absolutamente feliz en mi infancia; fui querido, en una familia cohesionada, en un colegio donde aprendí muchas cosas y junto al río Ebro. Renunciaría a todo para volver, pero el tiempo es irreversible. La flecha del tiempo es uno de los grandes misterios de la física. También me marcó mi estancia en París porque me abrió los ojos a un mundo que no conocía, aún en época de Franco. Allí paseaba con Gilles Deleuze por el bosque de Vincennes. Hay una gran presencia del azar en la vida.

—¿Estamos en un final de época?

—Todos los hombres han tenido esa sensación, los romanos en época de Marco Aurelio o Trajano, o los que vivieron en la Edad Media. Todos hemos tenido conciencia de un mundo que acaba y uno que empieza, porque la historia es un proceso de destrucción creativa.

—Critica a Bernard Henri-Levy como intelectual del espectáculo.

—Hay cosas que me gustan de él, pero tiende al espectáculo, a ser protagonista, y a mí no me gusta esa pose en la que el intelectual es un príncipe.

—¿Dónde deberían estar los intelectuales?

—Pensando. Y naturalmente escribiendo. Tienen una responsabilidad pero desgraciadamente vivimos lo que ya Julian Benda adelantaba en los años treinta en «La traición de los clérigos», que los intelectuales se habían aliado con el poder y habían perdido su capacidad de crítica e independencia. La función de los inteclectuales es reflexionar y criticar al poder.

—Elogia la capacidad regenerativa del capitalismo. ¿No ha cambiado?

—Marx acertó al decir que la acumulación de capitales llevaban un componente autodestructivo. La sociedad europea tiene un componente muy materialista en detrimento de todo lo espiritual. Esa es la gran revolución pendiente, volver a los valores espirituales sobre los que se construyó nuestra sociedad, que son los de la Ilustración. Ahora los gobiernos priorizan valores identitarios. Es muy preocupante.

—Habla de «La montaña mágica» de Mann. En el mismo lugar en donde estaba el sanatorio hoy celebramos el foro mundial, en Davos. ¿No es un reflejo actual de la misma entropía?

—Tiene gran poder simbólico que en un lugar donde se alzaba ese sanatorio internacional donde se quedó el personaje Hans Castorp ahora se celebre un foro sobre el capitalismo. Al final es la lucha entre el instinto de muerte y el instinto de vida. La gran mayoría de los que acudían a curarse acababan muriendo.

—Y una niña en Davos es el símbolo de la lucha contra el cambio climático…

—Es otro síntoma del mundo en que vivimos. La frivolidad. No tengo nada que decir contra esa niña, pero hay que reaccionar contra los mecanismos que la han convertido en un referente de esta lucha ecologista. Aquí la responsabilidad de la lucha contra el cambio climático es de los gobiernos, que son lo que pueden tomar decisiones para reducir las emisiones y que cambien las cosas. Aquí funciona una especie de pensamiento mágico, porque hemos desplazado el foco hacia Greta Thunberg, en lugar de hacia los grandes países como China, Estados Unidos, Rusia e India que contaminan más, así como una cultura empresarial.