Extracto del medio de comunicación
Cuartango, la mejor compañía
Pedro Cuartango, nacido en su Combray proustiano de Miranda de Ebro en 1955, tiene una vocación absoluta hacia el periodismo. Él mismo ha repetido que si pudiese rebobinar su vida sin duda «volvería a ser periodista». Es un hombre corpulento, de grandes ojos melancólicos y envolvente voz de eco, embozado tras una barba fosca y con un peinado de antaño. Con su excelente cabeza y su capacidad de trabajo -no hay premio sin infinitas horas robadas al esparcimiento-, ha desarrollado una carrera muy importante, que para muchos tuvo su cima con la dirección de uno de los grandes periódicos de Madrid, «El Mundo» (personalmente creo que su auténtica cumbre son sus escritos, pero en este país siempre se valora más mandar que crear).
Sin embargo, Cuartango conjuga varias características que lo alejan del perfil habitual del gremio periodístico. En primer término, descuella su rectitud moral, su bonhomía. «Es muy buena persona». Esa es la coletilla que más veces he escuchado asociada a su nombre y, aunque no cabe elogio mayor, me temo que no es la cualidad que más impera en el oficio. En segundo lugar, se trata de un sabio, por la amplitud de sus conocimientos y por la facilidad que tiene a la hora de exponerlos de manera didáctica y amena. Posee el don de convertir en diáfanos los asuntos más complejos. Su erudición supone también una rareza en su hábitat profesional, pues, como explica el viejo chiste -que como todos alberga algo de verdad-, «los periodistas somos capaces de hablar con empaque sobre cualquier tema… pero eso sí, nunca más de dos minutos».
Libro de memorias
Cuartango se eleva como una excepción. Su obra se yergue sobre sus lecturas y sobre su aprecio por el silencio, una decantación semiheroica en días de frenética taquicardia digital. Sabe que para cultivar la cabeza se requiere un esfuerzo en soledad. Por último, presenta la curiosidad, bastante castellana, de que carece de sentido del humor (o al menos yo no he acertado a descubrirlo). No emplea el salvavidas de la ocurrencia chisposa con la que a veces salvamos la faena quienes carecemos de su talento.
«Elogio de la quietud» es una antología de artículos, algunos publicados en las páginas de este diario. Pero una vez leído deja el sabor de un magnífico libro de memorias. Al acabar de solazarte con sus páginas sientes que has conocido a Pedro. El vástago estudioso y futbolista de una familia de ferroviarios. El estudiante de Filosofía que sale de una España pacata y recorre fascinado un París que lo ilumina. El adulto que evoca desde una nostalgia nunca negada su paraíso perdido, los domingos de excursión familiar a una chopera en las riberas del Zadorra, a los que daría todo por poder volver (cuando visita de mayor el lugar de aquellas añoranzas le resulta irreconocible y constata que es imposible recuperar el pasado).
Es también el joven que vivió algunos amores de suave final enigmático. El periodista de redacción y primera línea, que sin embargo siempre sintió la llamada de la soledad y el silencio, que carga baterías en islas atlánticas, vacías y venteadas, que sabe que su biblioteca es su castillo. El pensador fascinado por los avances de la física cuántica. Aún a costa de que sus descubrimientos lo van reafirmando en su desolada convicción de la brutal irrelevancia del ser humano, de la probable ausencia de Dios e incluso en la hipótesis de que la realidad objetiva podría no ser más que aquel sueño calderoniano del soliloquio de Segismundo.
Y hay más Cuartangos: el cinéfilo de mirada selecta. El melómano que desde su agnosticismo saluda cada Viernes Santo escuchando ese milagro laico que es L«a Pasión Según San Mateo» de Bach. Y, por supuesto, el hombre reflexivo enganchado a la filosofía, donde, de no conocer sus reiteradas declaraciones de amor a la profesión periodística, uno creería ver su auténtica vocación.
Es singular lo reconfortante que resulta esta lectura proviniendo de un pesimista militante. El secreto radica en que se trata de un humanista. Los libros que recopilan artículos no suelen funcionar, porque el periodismo, a pesar de sus vanidades, es espuma de cerveza, flor de un día. Fuera de su contexto de inmediatez pierde el gas. Pero los escritos de «Elogio de la quietud» son ajenos al óxido del tiempo. Pasarán los años y quienes se acerquen recibirán el premio de compartir la vida y los saberes de un hombre que vale la pena. Y eso, hoy, es mucho.