Elogio de hacer bien una cama
Lo mejor que me sale en la vida es hacer la cama. Le dedico tiempo, una media hora al día, a veces 29 minutos. Cuadro como nadie las sábanas. Alineo las almohadas. Aplano el edredón como si alisara con las manos una playa o la chaqueta que te pones rápidamente para firmar la herencia que no esperabas. Qué pena que esto de arreglar la cama no se pague bien y tenga su sección literaria en los periódicos, un concurso en la tele, o un espacio iluminado cerca de los cuadros con los presidentes de la Diputación. «¿Para qué sirven las Diputaciones?», se preguntó el padre de Joaquín Sabina antes de morir.
Si amara o escribiera como hago la cama o como bostezo tendría que ir a sesiones de terapia para aplacar mi yo, que todavía no sé muy bien quién es, a pesar que he pasado los cuarenta, que son los veinte de antes, o incluso los diez, porque de luces anda uno fino, casi igual que un carrillo de mano para llevar sacos de cemento Goliat. Uno nunca va asentar la cabeza como asienta la cama, que es el sitio del que nunca saldría de todos los que existen en el reino animal, que en verdad es una república como cualquier otra, donde se le paga al Rey León por estarse quietesito en los documentales de La 2.
Mi novia me quiere por lo bien que lo hago, la cama digo, y cuando vuelve del trabajo, a veces, o sea nunca, hace sus Elogios de la cama, y yo me quedo mirándola sin saber qué hacer o qué decir, como si acabara de conocerla en la feria del pueblo. Uno fracasa mucho y luego aprende cosas en la vida, muy pocas, las suficientes para tener dos o tres cosas encendidas.
«Hay una frase del discurso de Nicolas Sarkozy en la presentación de su candidatura que me llamó la atención: su referencia al fracaso. El dirigente francés vino a decir que para comprender ciertas cosas hay que haber fracasado antes en el empeño de lograrlas», escribe Pedro Cuartango en Elogio de la quietud.
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