Volver
Volver al puesto de trabajo estaría bien si se pudiera enviar a otro, alguien con las células aún sin corromper y la ambición de un polígamo. Uno de esos de la élite de los ansiosos, que tienen miradas de propietarios desde que nacieron. Los tracios lloraban cuando nacía un ser humano y yo lloro cuando alguien se vanagloria de amar su trabajo, una pasión que lo único que revela es que la clínica de lavado de cerebro a la que fue es solvente y muy recomendable. A mí lo que me gustaría es volver ahora a una de esas fiestas caseras a las que fui este verano, cuando acababa de salir del ataúd y tenía todas las vacaciones por delante, y resplandecía como Aquiles en el campo de batalla.
«Las fiestas en casa son estupendas porque el 90% de las veces superan las expectativas. Por lo general una suele temerlas, pero entonces de repente ves que se genera una conversación entre gente muy cercana a ti y otras personas que no tanto pero que, quién sabe, a lo mejor acaban siéndolo», dice Hannah Jane Parkinson en su libro ‘La alegría de las pequeñas cosas’.
Este verano no he tenido que volver a casa porque no he salido. Me he ahorrado tener que esperar mesa en el Ritz. He disfrutado de unas vacaciones a la antigua: me he levantado tarde como un noble arruinado; he desayunado a la hora del Angelus; he hablado poco y únicamente por teléfono fijo como Garci; he caminado a esas horas de la noche en las que, cuando un coche se para, es para raptarte; he cultivado tomates rojos como atardeceres africanos y macetas de menta, y he sido feliz como un gato y estoy rehabilitado, de verdad, y no quiero volver…
«Volver a casa también puede dejar un sabor agridulce, porque a veces no querría. Pero hay que ser consciente de que nada dura para siempre y que mientras estuvo teniendo lugar fue algo maravilloso. Así que no tengo muy claro que mi hogar esté donde está mi corazón: creo que el corazón se queda suspendido en esos periodos intermedios», escribe Jane Parkinson.
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