Con todo por decir
Hay bellezas de las que no te repones. Cierras los ojos. Pasan los años. Y están ahí bombeándote la sangre. Devolviéndote a la vida. Los días blancos en que el amor es simple. Una chica anudando tu cuello con sus brazos. Piel recién estrenada. Limpia. Con todo por decir. Es verano pero ya no lo parece. La playa vacía. Una de esas tardes que luego las piensas y te parten. Te rompen los huesos.
«En el último amanecer de estas vacaciones el cielo se ha vuelto rojo antes de salir el sol por las montañas del este de Bayona. Luego ha iluminado la bahía. Los barcos resplandecían sobre un mar pixelado de motas negras y blancas. Era consciente de la fugacidad de ese momento y de la imposibilidad de detener el tiempo», escribe Pedro Cuartango en Elogio de la quietud.
Los veranos eran inacabables. Ahora es distinto. No te da ni tiempo a mirarlos. Hay años que te lo tienen que contar porque ni los has visto. Las cosas hermosas las dejamos para más adelante. Para otro día. Ojalá tuviéramos esa seguridad para todo. Esa contundencia. Cuando postergo mis veranos por hacer cosas estúpidas, me contento con los de ficción. Me acuerdo de ese que se está acabando en el libro Años luz, de James Salter. Franca, la hija mayor de Nedra y Viri, encuentra en las dunas el caparazón seco de un escarabajo. Se lo lleva a su padre, tembloroso en la mano. Tiene una especie de cuerno. «Mira, papá», le dice. Y Viri le responde: «Es un escarabajo rinoceronte». «Mamá -grita ella- ¡Mira! ¡Un escarabajo rinoceronte!».
«El escarabajo rinoceronte tiene una apariencia contradictoria. Parece fuerte, acorazado, el macho luce un cuerno en la nariz. Parece un tricerátops de cromo de dinosaurios, con la placa ósea que le rodea el cuello y sobre el cuerno más pequeño. Nunca le vimos volar. Aparecía tumbado boca arriba, con una pata que movía poco y de manera automática: maquinilla sin servicio de reparaciones», señala Julià Guillamon en Mariposas de invierno.
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