Enfadarse
La otra tarde nos enfadamos. Ella me dijo una cosa, yo le dije otra, y al final nos distanciamos. Me fui. Conduje varias horas. Aparqué en un arcén, miré vuelos para irme a otra ciudad. Vi la cartelera del cine. Lavé el coche. Pensé en no volver. Pensé un buen rato en cómo sería mi vida sin ella. Hablaba solo como hacía mi madre en la cocina, cuando era pequeño, cuando todavía no sabía nada, ni que se podía sufrir, ni qué era el amor, ni la angustia, ni las calles sin salida. Palpé la nada. Sentí la pena. Y, como Faulkner, entre la nada y la pena, elegí la pena.
«Ya había pasado más de un año desde mi llegada a Bilbao, pero empezar el día todavía me suponía un esfuerzo traumático. Me despertaba de mis pesadillas empapada en sudor y lágrimas y sin recordar en qué año vivía. Mis heridas querían gritarle al mundo…, pero yo permanecía muda. En ningún momento me planteé marcharme. No puedo explicar muy bien por qué, pero simplemente ya no había opción de huida. Algo dentro de mí me obligaba a mantenerme quieta en mi callejón sin salida.», escribe Marta Suria en Ella soy yo.
Luego fui a la residencia a ver a mi abuelo que cumplía 93 años. Estaba casi dormido, ajeno al mundo, ajeno a mi dolor, a mi pena. Respiraba con esa paz de a quien le importan ya poco los problemas. Le cogí la mano, cruzadas por cientos de venas de mil colores. Me recordó a las manos de Joan Didion. Escribí, en aquel silencio, en mi cabeza. Me acordé de los días en que la escritora Annie Ernaux iba a ver a su madre a la residencia. Pensé en una de sus frases: «Me da miedo que se muera. La prefiero loca». Y es un poco así, lo prefiero callado que muerto, lo prefiero respirando sereno, con su oreja vendada, desbordado de tiempo, mientras sobrevivo a la asfixia invencible de estar vivo, a este traqueteo al que me fuerza la tarde.
«Todos juntos solo somos en la última mitad de siglo un solo dolor. Es nuestro estado espiritual […]. Los hombres de Bernhard siempre se asfixian. El narrador de Tala lo hace en su sillón vienés, comido por la rabia doméstica. Lo hace El malogrado, ese Glenn Gould, el pianista que le sostuvo la mirada a las variaciones de Bach y claudicó achicharrado en su propia genialidad», dice Karina Sainz Borgo en Crónicas barbitúricas.
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