La Dominga
Mi abuela La Dominga le llevaba todos los días la comida a su hermano soltero. Desayuno, almuerzo y cena. Cogía la cesta, metía la olla y la tapaba con un paño de esos de cocina de toda la vida. De esa generosidad, de esa humildad, que viene de humus, de tener los pies bien anclados a la tierra, he aprendido muchísimo. Ese gesto bello diario, ese darse al otro, ese tenderle la mano al otro es uno de los instantes de mi vida que no se me olvida. Es como si mi abuela, en esos momentos en los que el ego se me viene encima, me dijera al oído: recuerda que eres mortal.
«Cenamos en Dominga, que era un lugar de moda, de esos que Lucas decía que eran «para llevar minas». Es decir, que no se trataba de una de esas parrillas humeantes que te dejaban el olor a carne asada prendido en la ropa, donde cenábamos entre amigos vaciando botellas de a litro Quilmes o pingüinos de vino recio. En Dominga venía un sumiller a hablarte. La cena salió muy bien. Nos reímos, todos triunfamos con las ocurrencias, con los fustazos de ingenio», asegura David Gistau en Gente que se fue.
Se fue mi abuela y su hermano y las calles se quedaron solas, las casas solas como iglús de cemento donde en un tiempo habitó el amor y ahora lo hace el olvido. Vengo de un mundo que era un lugar mejor. No sé bien ahora donde estoy, ni hacia donde voy. Pero sé de donde vengo. Y eso me basta. Me basta saber que vengo de alguien tan generoso como un árbol, como todos los árboles juntos del mundo. Que vengo de gente buena. Y soy bueno, no solo de apellido, o intento serlo. La bondad es la verdadera revolución.
«Todo escritor necesita un poco de cariño. La historia de la literatura es la historia de las humillaciones infligidas a los escritores. Mi historia como escritor es una contabilidad o una notaría de humillaciones, de penurias, de rechazos y de desprecios innecesarios. Escribir fue el oficio equivocado, pero te das cuenta tarde», dice Manuel Vila en su libro América.
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