Roma
La mujer dice que lleva sola toda la vida. Eso para ella nunca fue un problema. Tiene 95 años. El pelo blanco como el mármol y una voz de esas que se te queda abrigándote por dentro un buen tiempo. La mujer no cree que todo esto que está pasando sea como una guerra. Una guerra es otra cosa, explica con una media sonrisa, y pulveriza la metáfora. La mujer dice que no teme a la muerte, aunque un poco de respeto sí que le da, pero miedo ninguno. De repente le preguntan qué es lo mejor que le ha pasado en la vida. Su momento más feliz. Ella no titubea. Es contundente. Lo mejor de su vida ha sido haber visto Roma. Levantar de repente la cabeza y ver esos techos, esas pinturas, todo ese arte. Entonces me pongo a pensar qué es lo mejor que me ha pasado a mí en la vida. Me adentro en ese lugar extraño, indefinible, donde se agolpan todos los instantes y vislumbro, bien pronto, mi instante más feliz. Luego me digo que ese no, que más bien es este otro. Y me tiro así media tarde, vacilante, impreciso. Dándole vueltas. Escribo un momento y lo borro, escribo otro, y lo mismo.
Buenas noches.
«Vendrán las oscuras golondrinas, claro, vendrán las viejas leyes de la física a empujarme a recordar, a sumirme en las mismas penas y nadar en los mismos fangos. Tanto tiempo orbitando alrededor de un punto no se soluciona en una tarde. Vendrán los vencimientos y yo tendré que entregar mi libro, y tendré que ser capaz de verlo todo con distancia, tendré que saber qué es realidad y qué es ficción, aunque a estas alturas esté tan desdibujado», escribe Santiago Isla en Buenas noches.
Recuerdo un artículo de Leila Guerriero donde su padre le preguntaba cuál era su momento feliz y ella no sabía qué decirle. «Hay que tener un momento feliz para cuando la infelicidad sea mucha», le aconsejaba su padre. En verdad no sé cuál es el mío, si acaso eso es algo que pueda saberse, pero por ahora me quedo con el de esta mujer, me quedo con todos esos días de belleza, destellos y lentitud en Roma.
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