La vida lenta
Por aquí, cuando caen tres gotas, nos deprimimos. Nos da un vuelco el corazón. Nos escondemos si vemos que el cielo amanece con un gris berlinés suicida. Escondemos las cuchillas. Los cuchillos. El botiquín con los barbitúricos. Las sogas. Aquí no hacemos poesía con la nostalgia, ni con la monotonía machadiana de lluvia en los cristales, ni con el blanco de un frío punzante, cadavérico. No, no soportamos un clima «de muela picada», que decía Umbral. Aquí llegamos a algo en la vida gracias a los cielos altos, a los horizontes albaricoques, a esa luz azul imperfecta que dora los hombros semidesnudos de las primeras bañistas, que calienta las clavículas, el cuello, las manos, lo corpóreo. Sobrevivimos gracias a un mediodía amarillo con vaso de vino, queso y membrillo en la mesa. Vivimos a la intemperie y una sola nube nos amarga la vida, nos derrumba nuestra idea de belleza. Vamos por ahí con una lentitud cubana, con paso corto, olfateando la luz, bebiéndonos la luz, comiéndonos la luz, sintiendo la quietud, atentos a lo que puede ensancharnos el espíritu y alegrarnos la mirada.
«La vida lenta. Hacer largas caminatas mientras se ensaya esa arqueología interior, conversar sin prisa y de manera arborescente, contar historias alrededor del fuego, observar con mucha atención, durante mucho tiempo, cómo se mueve la hoja de un árbol, o de qué forma pasa el viento sobre la hierba, porque ahí está la verdadera información, la verdadera noticia que es el misterio del mundo», escribe Jordi Soler en Ensayos bárbaros.
Aquí salimos a la calle a fundirnos con las cosas pequeñas. Jugamos al dominó a seis metros de la playa. Caminamos por senderos que, si perseveras, te llevan hasta el mar. Quizá lo que venga mañana nos fulminará, porque, como decía Scott Fitzgerald, toda vida es un proceso de demolición, pero eso será mañana y mañana queda demasiado lejos. Ahora, en este instante, en este presente menguante, vampirizamos todo lo que dicen que es inútil porque anda alejado de la producción, del rendimiento, de la acción, de la competitividad, del dinero. Ahora, antes de que llegue la noche, nos echamos a la calle y nos ponemos a vivir, si no llueve, y tocamos algo parecido a eso que llaman milagro.
«Cada día anochece más temprano y las hojas de los árboles, iluminadas por la luz amarillenta de las farolas, caen como si fueran pedazos de esas mantas doradas que utilizan para cubrir los cadáveres en las catástrofes. El primer ser humano que comprobó cómo los días iban menguando debió de sentir el pánico más extremo, yo también lo siento cuando considero la posibilidad de que los días sigan menguando y menguando y menguando y menguando, y la tendencia no cambie, y nos adentremos en una noche eterna, forever», dice Sergio C. Fanjul en La vida instantánea.
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