¡Qué sabe nadie!
Sé que no produzco mucho. Sé que no me estoy portando bien con el sistema. Intuyo que así no llegaré muy lejos. No me querrá muy pronto nadie. Mantengo cualquier esfuerzo a raya, a nivel del mar. No tendré una pensión digna porque me lo estoy currando poco. De todos modos hay que llegar al futuro y yo no sé muy bien cómo se llega. Ando siempre extraviado, deambulando por los laterales de la vida, inmerso en mis cosas, en mi nube, bostezando en el balcón, desayunando con un batido de arándanos en la mano, practicando el quietismo, el pasotismo, como si en verdad descendiera de un gato.
«Ahora que trato de llevar una vida ordenada, dada ya mi provecta edad, me encuentro con diversos problemas prácticos. El más insidioso: el desayuno. A mí el desayuno, como el uso del paraguas, siempre me ha parecido un vicio burgués, por eso no he desayunado en mi vida, en parte porque siempre he tendido a levantarme a la hora de almorzar (otro vicio burgués, que sí practico)», escribe Sergio C. Fanjul en La vida instantánea.
Me importa poco la vida social. No acepto apenas invitaciones: es como si me acuchillaran en la axila o en la ingle. Me parece una pérdida de tiempo, una interrupción de lo que a mí me parece únicamente importante: quedarme quieto, mirando el techo, sin sufrir mucho, releyendo alguna cosa, los periódicos de hace tiempo o el Cantar de mio Cid. Sufro cuando estoy demasiado tiempo con alguien, tomando café o cenando, siempre me quiero ir cuando todavía no he llegado. Me dicen: qué raro te has vuelto. Me dicen: te vas a quedar muy solo. ¡Qué sabe nadie!
«Los perros y los gatos son más listos que nosotros. Se miran en el espejo, una vez, cuando son un gatito o un cachorro. Se ponen como locos y salen corriendo en busca del gatito o del cachorro, que está detrás del cristal…, y después lo pillan. Es un truco. Una falsedad. Y nunca más vuelven a mirar. Mi gato me mira a los ojos en el espejo, pero nunca se mira los propios», dice Ursula K. Le Guin en Sobre la escritura, la lectura y la imaginación.